Abadía de Créteil, utopía de la libertad

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El París fin de siglo se asemeja a un coctel efervescente que mezcla religiones, espiritualidades alternativas, escuelas artísticas, tendencias literarias, ideologías políticas. Diversos factores coinciden en ese espacio irrepetible para producir bizarras mezcolanzas que causaron esa efervescencia. Conviven con absoluta normalidad anarquismo, decadentismo, teosofía, socialismo, dandismo, ocultismo, apachismo, mesmerismo, academicismo, satanismo, bohemia, realismo, isismo, impresionismo, espiritismo, cubismo, art nouveau. No es improbable que el perpetrador del “bello gesto”, después de poner la bomba en la Cámara de Diputados, se sentara a la mesa de un café para beber absenta acompañado de camaradas poetas con quienes la noche antes había visitado los cabarets de Montparnasse, balbuceando a trompicones versos del franco-peruano Nicanor della Rocca de Vergalo, para asistir de madrugada a un rito isíaco cubiertos para la ocasión con túnicas blancas. La Ville Lumière palpitaba bombeando vitalidad a grupos de jóvenes excitados por experimentar todo tipo de iniciaciones. El anarquismo socialista ensayado en la Comuna de París todavía gozaba de prestigio, al igual que el temperamento disidente y rebelde de zutistas, hidrophates e hirsutes, o el conciliábulo reunido en una casa de campo de Émile Zola a las afueras de París dando origen a las Soirées de Médan que inició el naturalismo. Todo tipo de sectas y fraternidades se multiplican, amplia oferta al servicio de cualquier inquietud e interés.

De aliento foureriano, la Abadía de Crétiel abrió sus puertas en otoño de 1906. Debía su nombre al suburbio de París, situado en l’Île-de-France, en que se encontraba la maison donde se celebraban las actividades. El falansterio se inspiró en la ficticia Abadía de Thélème, incluida en Gargantúa y Pantagruel (1534) de François Rabelais. La nómina de fundadores registra a los escritores Charles Vildrac, Henri-Martin Barzun, René Arcos y Alexandre Mercereau, y al artista Albert Gleizes. Casi de inmediato se unieron Georges Duhamel, Bertold Mahn y d’Otémar. El objeto de la comuna era vago e impreciso a excepción de fomentar una atmósfera de libertad favorable para la creación. Sus intenciones se plasman en un panfleto a modo de manifiesto, “L’Appel de 1906”. Pero quizás la formulación más concisa y precisa de sus propósitos se deba a Gleizes quien en Souvenirs (1957) consigna que el designio de la Abadía de Crétil consistía en huir de la corrupción moral de la civilización a semejanza de Paul Gauguin que había optado por el sencillo primitivismo de la Polinesia. El proyecto es inseparable del socialismo utópico en que se interesan algunos integrantes como Gleizes o Vildrac; en otros, operó como detonante para elaborar un pensamiento personal, como el unanimismo de Jules Romains; hubo también quien se sirvió de la experiencia para iniciar su conversión espiritual como Duhamel. La Abadía cerró sus puertas en enero de 1908, después de que fracasara la iniciativa del grupo para crear una editorial con objeto de financiarse.

El falansterio es una instantánea de la heterogénea agitación de elementos y doctrinas en un momento particular de la cultura francesa. Fuera de la coordinación de actividades, ninguna autoridad gobernó la rutina de la comuna dejando los quehaceres a voluntad de los miembros. El libre pensamiento se impuso sobre cualquier otro interés, atrayendo un carrusel de visitantes y curiosos, y desplegando variedad de caminos que posteriormente anduvieron los comuneros. Algo conmueve: la sinceridad de un proyecto vinculado a una utopía que como toda utopía desaparece al poco tiempo, pero tentativa ejemplar que persiste en la memoria.

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