El 19 de septiembre, como cada año, el simulacro nacional me removió algo más que la rutina, me tocó el alma. Volví, sin querer, a ese día de 1985 en el que la Ciudad de México se quebró, pero también se reveló como una sociedad capaz de darlo todo por el otro.
Tenía apenas 17 años cuando, junto a mi padre, nos sumamos a las labores de rescate en el Hospital Juárez, una de las zonas más golpeadas por el sismo. Estuvimos más de 20 horas entre escombros, buscando vida, encontrando historias, enfrentando la muerte. Logramos sacar a varias personas con vida, y también acompañamos en silencio a quienes ya no estaban. No éramos rescatistas profesionales, éramos ciudadanos movidos por el deber ético de no dejar a nadie solo.
El hospital está cerca del mercado de La Merced, una zona comercial vibrante que en ese entonces era aún más activa. Nunca dejó de llegar ayuda, nos mandaban comida, herramientas, habia manos para trabajar y abrazos para consolar. La solidaridad no pidió permiso ni esperó instrucciones. Aun sin el total apoyo del gobierno, la gente se organizó, se cuidó, se sostuvo. Esa es la verdadera fuerza de México, su gente.
Hoy, como estratega en comunicación política y social, veo en ese recuerdo una lección que no debemos olvidar. La narrativa de país no se construye solo desde el poder, sino desde la memoria compartida, desde los actos de humanidad que nos definen. El sismo de 1985 fue una tragedia, sí, pero también una revelación. Somos una sociedad que, ante el dolor, se convierte en esperanza.
A 40 años de aquel día, propongo que no solo hagamos simulacros de evacuación, sino también simulacros de empatía, de organización comunitaria, de memoria activa. Que cada 19 de septiembre sea también un llamado a reconstruirnos como país, desde la solidaridad, la dignidad y el compromiso con el otro.
Porque cuando la tierra tiembla, lo que debe mantenerse firme es el corazón colectivo.