El sentimiento universal de soledad, una experiencia común en la vida de todos, se ha convertido en un inquietante problema de salud pública a nivel mundial.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha catalogado la soledad como una «epidemia silenciosa», afectando a individuos de todas las edades y teniendo consecuencias que trascienden lo emocional.
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Este estado puede tener repercusiones negativas en la salud física y mental, aumentando el riesgo de enfermedades cardíacas, derrames cerebrales, demencia, depresión y suicidio.
La pandemia de COVID-19 ha agravado este desafío, ya que el aislamiento social y el distanciamiento físico han contribuido al incremento de los niveles de soledad.
Un reporte de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos señala que el número de adultos estadounidenses que buscó tratamiento para la salud mental aumentó considerablemente durante la pandemia.
El Dr. Gustavo Alva, miembro de la Junta Estadounidense de Psiquiatría y Neurología, subraya que las personas afectadas por el COVID-19 experimentaron no solo síntomas físicos, sino también síntomas mentales, elevando la probabilidad de problemas depresivos.
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La soledad se manifiesta de manera particularmente preocupante entre los jóvenes, con una reducción del 70 % en el tiempo dedicado a estar con amigos por parte de aquellos de 15 a 24 años.
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La carencia de pertenencia a un grupo fuera del hogar, crucial en la adolescencia, ha propiciado un aumento en los índices de depresión, suicidio y autolesiones.
