Nuestra época ha transformado la experiencia del tiempo. Es cierto que hay una relación con el tiempo, que no desaparecido del todo, vinculada con la edad. Sin excepción, la infancia es esa etapa en que el tiempo no pasa o pasa tan lentamente que apenas nos damos cuenta.
La juventud es una explosión de vitalidad en que el tiempo se flexibiliza y se ofrece en todas sus posibilidades que se asocia con la energía de la edad. En la madurez, de nuevo vuelve a remansarse, a aquietarse, aunque el vértigo temporal ya no cesa sino que se incrementa. La vejez se asienta sobre una sucesión temporal implacable, imparable, que ya no está habitualmente significada por una efervescente actividad sino por la pausa de la actividad.
En la juventud la actividad parecía impulsar el paso del tiempo, en la vejez la experiencia del transcurso del tiempo se antoja la actividad preferente. A esta temporalidad emocional y biológico, en los últimos cincuenta años se añade otra u otras que residen en las transformaciones de la sociedad a impulsos de los avances tecnológicos. Antes, la comunidad reproducía lo valores aprendidos de la generación anterior, la sociedad vivía en un tiempo almibarado y detenido que se reproducía casi sin cambios perceptibles.
De vez en cuando alguna novedad alteraba el curso del tiempo especialmente mediante las innovaciones en el mundo militar que pronto se adoptaban en el civil. Pero estas transformaciones eran lentas, se desarrollaban en lustros y finalmente apenas trastornaban a las comunidades. Desde la revolución de 1968, en que los jóvenes decidieron abolir el modelo social recibido en los hogares, en que la libertad y los derechos de los individuos se impusieron al orden social, apareció una moral distinta y opuesta a la moral tradicional. El tiempo ya no fue una categoría social a la que contribuían los individuos, sino individual que no necesariamente desembocaba en lo colectivo.
A la vez, inició una revolución tecnológica que cambió la percepción del ser humano en relación con la sociedad. El “usted” desaparece en favor del “tu”; la edad ya no es signo de conocimiento, sino de determinada etapa cronológica; la lectura se reduce a unos pocos caracteres en X, Tik-tok o Instagram. Los periódicos de papel han desaparecido mientras se multiplican los digitales que no dejan de subir noticias a sus portales. Cada día son muchos días, imposibles de asimilar, que proporcionan una información que exige otra educación, diferente a la recibida hasta hace apenas 25años.
Hoy vivimos instalados en la urgencia, al servicio del instante al que sucede un instante más urgente que se debe de atender. La velocidad es el denominador común de nuestra sociedad y sus individuos. La inmediatez ya no es defecto de carácter sino disposición necesaria para estar en el mundo. Las campañas electorales ilustran este proceso. Una vez que inician, medios de comunicación, gobiernos, equipos políticos despliegan una actividad que satura la vida del ciudadano. Un vértigo imparable que aumenta su velocidad a medida que se desarrolla. Cada día es distinto pero también idéntico al anterior y al siguiente.
La velocidad y la urgencia son distintivos de nuestra época. Por momentos, se echan de menos esos tiempos en que no había celular, en que la calle era la plataforma de juegos virtuales, en que internet se reducía a saludar al vecino al abrir la puerta de la casa, en que la importancia de la noticia operaba como primera instancia para depurar la comunicación. Un tiempo demorado, distinto al de la actualidad, no sé si mejor pero más humano o, quizás, más accesible.
Te recomendamos: Editorial. Conjeturas sobre el debate presidencial