Recobrando a El hombre perdido de Ramón Gómez de la Serna

Fecha:

No es frecuente que un autor significado por acrobacias retóricas, fórmulas improbables, ocurrencias que concurren en la arbitrariedad, de repente se sienta extraviado. El absurdo quizás fue una categoría adoptada por la vanguardia, pero no es propiamente vanguardista sino modernidad. Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) destaca por sus greguerías o por sus evocaciones y apuntes biográficos de la botellería de Pombo. Figura imprescindible en los ambientes literarios y artísticos del primer cuarto de siglo XX, su sentido del humor lo ubicó como referencia.

Pero reducir la obra del español a ese joyero en que no hay poca bisutería es ignorar al escritor de fondo, interesado sinceramente en que la escritura opere como trasunto de la propia experiencia. En Gómez de la Serna aparece antes la figura que el escritor, el personaje que el autor, equiparable a ese Lord Byron que primero destacó por sus escándalos antes de posicionarse como escritor. Nada nuevo inauguraba o inventaba el infatigable bebedor de horchata, pero aportaba la propaganda al servicio de la promoción personal en una incipiente estrategia a lo castizo adoptada después por multitud de artistas.    

            El hombre perdido (1947) fue escrita en el exilio del autor en Argentina a causa de la guerra civil. Es una novela, pero quizás sea algo más que una ficción apañada, de factura correcta, acaso sin aparente ambición. Con todo, el prólogo es particularmente conmovedor, emocionado por momentos. Entrado en la madurez, el hombre-autor registra una serie de pensamientos presididos por la falta de ilusión antes que por el pesimismo, por el peso de la realidad antes que por la decepción.

Extraño equilibrio que exhibe al antiguo trapecista de las palabras subido al trapecio de la vida misma. Parecería otro hombre, pero es el mismo hombre; otro escritor, pero es el mismo escritor. Solo que entre ambos median veinte años, lapso suficiente para haber experimentado varias vidas. El inicio del prólogo es elocuente: “La vida y la novela son una ilusión, la ilusión de encontrarse uno a sí mismo”. Esa ilusión es imposibilidad, menos en el caso de la novela, acreditada en el de la vida.

No dice en exclusiva que la vida sea una ilusión a lo Calderón, dice que la multiplicidad de la vida impide una experiencia unitaria y que la disgregación quizás resguarde paradójicamente un vestigio de improbable unidad reducida al sujeto de esa experiencia. Decisivo se antoja la paulatina desaparición de la sorpresa y el asombro ante el paso de los años. La madurez no es un abrazo a la vida sino un abrazo a esos instantes que recuerdan que hubo una vida. La memoria de la vida vivida por delante de la vida aún por vivir. Una vida ya sin aparentes alicientes. Registra: “Mi Hombre perdido es el hombre perdido por bueno, el que no quiso creer en lo convencional, el que no cejó en su náusea por la lucha por la vida sórdida y agremiada, el que en vez de lo regular y escandaloso prefiere lo informe, la pura ráfaga de observaciones, alucinaciones y hojas secas que pasan por las páginas del libro, confesionario atrevido y displicente de la vida”.

            Ramón Gómez de la Serna con El hombre perdido se reencuentra con el que fue pero que no pudo seguir siendo debido al paso de los años que oscurecen, por habituación o rutina, la mirada franca ante las posibilidades de lo real. La ilusión de volver con ojos limpios lo que depara la mirada desilusionada de la edad.

spot_img

Compartir noticia:

spot_img

Lo más visto