No es fácil aceptar que un buen autor decida que tras la última novela publicada ya no habrá otras. La decisión desconcierta porque un novelista, independientemente de su calidad literaria, es más que un escritor. En ocasiones es un compañero con quien recorremos la vida, con cuyas obras compartimos nuestra existencia. Esa decisión, fatal en apariencia, no se limita a privarnos de obras posteriores de ese autor, sino a situarnos en una orfandad intolerable por momentos.
Esa simpatía no se origina necesariamente en la maestría narrativa aunque la maestría narrativa puede ser causa de esa simpatía. Muchas veces es el azar juguetón el que dispone situaciones para que nos topemos con obras y autores en circunstancias personales que requieren esas lecturas o eso pensamos.
La literatura de Mario Vargas Llosa me ha acompañado en todos mis años. Nunca me ha importado, ni me ha parecido relevante, que el peruano fuera comunista, luego renegara del ideario y finalmente abrazara el liberalismo. Decisiones del autor que siempre respeté o, mejor, que nunca consideré significativas para mí
aunque lo fueran para él. Por eso nunca he entendido la campaña de acoso que sufrió a mediados de los años setenta después de que renunciara al comunismo y al castrismo y que se prolongó varias décadas. Recibí con tristeza la noticia de que Le dedico mi silencio (2023) es su última novela, a la espera de su último libro, ese ensayo sobre su maestro Jean-Paul Sartre, y tras el adiós a sus colaboraciones en El País. Digo bien tristeza porque con el silencio de Vargas Llosa también terminan esas esperas de nuevos títulos una vez leído el último, porque su obra ocupó mi tiempo y seguí con curiosidad las andanzas del autor. No he necesitado conocerlo personalmente para conocerlo en lo personal, incluso establecer esa extraña
complicidad a la que invita la lectura.
Mario Vargas Llosa es un narrador desigual si por desigual se entiende la distancia que existe entre una obra buena y una excelente obra. Un extraordinario novelista. Incluso en sus títulos menores, Un héroe discreto (2013) o Tiempos recios (1919), se aprecia la devoción por el oficio de escritor, el trabajo bien hecho, la maestría del maestro. Sus ensayos no desmerecen ese amor por las ideas y la escritura. Siempre desde una posición reconocible, su mirada crítica se detiene con solvencia en asuntos de su interés, cuestionando y criticando, cribando el trigo de la paja aunque ese trigo no lo sea para el lector. Le dedico de mi silencio mezcla ficción y ensayo. La crítica subraya la novedad de la propuesta cuando no tiene nada de novedad. Basta pensar en las novelas ensayísticas o ensayos novelados de Javier Marías que apenas se asemejan a esa artimaña de Javier Cercas que denomina “novela real” que oculta su falta de talento para
la novela de fondo.
El silencio después de Le dedico mi silencio es también pérdida y desposesión. Pero sólo hasta después, hasta el momento de cerrar el libro concluida de leer la última página. Ese acto habitual, casi anodino, en esta ocasión es algo más, el carpetazo a toda una obra de quien sólo quiso ser escritor y dedico a este propósito toda su vida. Una vida hecha de palabras y palabras que levantaron esa vida que al final sin llegar al final concluyó en el silencio.
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