François Mauriac, la sencillez de lo grave

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No falta quien considera que asuntos serios deben revestirse de un estilo también serio como si la seriedad de expresión les hiciera justicia. Pero la literatura no es tema de justicia sino de expresión que vehicula determinado asunto sin someterse a su aparente naturaleza. La gravedad de un episodio no corresponde necesariamente a un estilo grave, sino al estilo a consideración del autor. Hay escritores que optan por la sencillez como estrategia para llegar a la brevedad al fondo del asunto desde el que despliegan sus ideas. El lenguaje directo y la sintaxis simple proceden a un desnudamiento casi inmediato de la tesis que sostiene determinada obra. Esta depuración expresiva se advierte directriz del francés François Mauriac (1885-1970), exponente de la literatura católica. Originario de Burdeos en cuya Universidad estudió letras francesas, se trasladó a París en 1906. Tras un primer poemario discreto, Les Mains jointes (1906), inicia afortunada carrera novelística. Participó en la Gran Guerra y durante la II Guerra Mundial se integró en la resistencia, editando revistas combativas como Les Lettres françaises y Le Cahier Noir. Colaboró en los periódicos conservadores Le Figaro y L’Express. El catolicismo dota de sentido a sus preocupaciones y de consistencia a su obra, sobre todo después de padecer una honda crisis de fe entre 1925 y 1927, expuesta en el ensayo Commencements d’une vie (1932) que reescribe la primera versión titulada Bordeaux (1925), y con crudeza enla nouvelle autobiográfica Coup de Couteau (1926), a la que regresa en Mémoires intérieurs (1959).

            La dicotomía pecado-gracia concentra sus intereses, muy visible en Destins (1928), Ce qui était perdu (1930), Le Noeud de vipères (1932), Les Anges noirs (1936). Entre estos títulos, sobresale Nudo de víboras, acaso el más destacado en el dominio hispánico. Novela de tesis, organiza personajes, trama y estructura a fin de exhibir algunas consecuencias de la avaricia y el efecto reparador del perdón. La obra se ensancha mediante una serie de epístolas de Luis, viejo abogado y terrateniente afincado en las Landas. La primera parte es una extensa carta dirigida a su mujer, en que revisa con resentimiento los cuarenta años de matrimonio, que paulatinamente adquiere manera de examen de conciencia en medio de una atmósfera pesada, poblada de susurros, murmullos, sombras de palabras. La segunda, a excepción de las dos epístolas últimas, son misivas dirigidas a sí mismo en que se describe en términos nada indulgentes equiparables a una confesión sacramental: “un ser condenado a la tierra, un réprobo, un hombre que a donde quiera que vaya anda siempre por una ruta equivocada, un hombre cuyo camino ha sido siempre falso, alguien que está falto en absoluto del sentido del mundo”.

            Importa señalar la elección del cauce epistolar que invita a un diálogo a distancia, a una palabra entre dos. La conversación es una confidencia espiritual a la espera de la absolución una vez recuperada la fe. Mauriac no dice exactamente que no importa la vida que se haya vivido, tampoco que son irrelevantes los daños causados o el mal cometido. Más bien asienta que a las puertas de la muerte lo definitivo es el arrepentimiento congraciado al menos con la esperanza de Dios, no para asaltar el cielo, sino para salvar la vida.   

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