Pocas veces se asiste a la demolición de la figura presidencial como sucedió la semana pasada a causa del presidente mismo. Da la impresión de que López Obrador ya no conversa. Se limita a exteriorizar en mañaneras y declaraciones un monólogo interior reactivo a preguntas y cuestionamientos. No se dirige a los periodistas, ni a los ciudadanos. Dialoga con espectros. Quizás no fue una buena decisión después de todo trasladar a Palacio Nacional la residencia del presidente. Se antoja que las noches se extienden en exceso en ese recinto poblado de espíritus hospedados en pinturas y murales, tapices y reposteros, piedras y patios. Como el general de García Márquez que arrastra su hernia a todas partes, Andrés Manuel deambula en largos insomnios en compañía de sus muertos, recorriendo pasillos en penumbra, adentrándose ensimismado en oscuros salones y estancias, subiendo y bajando sonámbulo escaleras y gradillas lóbregas. Ajeno a este mundo, convoca fantasmas. La soledad de un hombre solo.
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La semana pasada fue noticia no porque excepcionalmente dijera verdades, que en sí mismo es ya noticia, sino porque eliminó el Estado de Derecho y la Constitución como quien se come un tamal de chipilín. El recuento de barbaridades declaradas hace unos días exhibe insensatez y trastorno. Reconoció que el ejecutivo influye en las decisiones del presidente de la Suprema Corte del Poder Judicial, aboliendo la separación de poderes consignada en la Carta Magna; reaccionó con desproporción a un artículo de The New York Times que no agrega nada a lo ya sabido o que reitera informaciones previas; descalificó al medio y expuso la seguridad de la periodista al publicitar su número de teléfono privado y a la que aconsejó que si le molestaba, cambiara de número; se lamentó iracundo porque ese texto denuncia que sus hijos negocian con el crimen organizado; se volvió a quejar el sábado porque circuló en redes el número de teléfono de su hijo José Ramón López Beltrán a quien no sugirió que cambiara de número.
Estas actuaciones son graves, impropias de un jefe de Estado que pisotea la investidura presidencial a la menor ocasión, pero que la usa como pretexto para no enfrentar a los ciudadanos. Entre tantos despropósitos, me parece especialmente significativa su indignación ante la acusación de que sus hijos están implicados en negocios con el narcotráfico sobre la que hay numerosos testimonios.
Tras las masacres de jóvenes en Guanajuato y Jalisco, Andrés Manuel no tuvo miramientos con ellos ni con sus familiares al afirmar que habían sido asesinados por su adicción a las drogas. Esos jóvenes murieron dos veces: la primera, a manos de criminales; la segunda, ante la opinión pública por boca del presidente. No le importaron ni esas muertes, ni las familias de los muertos, ni la fama de los muertos y sus familias. Pide ahora que se aporten pruebas que certifiquen las acusaciones dirigidas a sus hijos, pero no presentó ninguna al calumniar a los jóvenes masacrados. López Obrador desprecia el principio de igualdad. Se sitúa y sitúa a sus hijos por encima de las leyes. Este es el presidente de México, un hombre que arrastra, mancha y agravia la investidura presidencial, que goza con el dolor de los demás pero no tolera el propio, que habla con muertos en largas noches de insomnio para asegurar una posteridad que ya ha perdido.