La radio llena mi silencio

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Desde que tengo memoria la radio llena mi silencio. Todavía recuerdo el afán con que movía el dial del transistor en busca de la estación preferida, resuelto en frustración si no lo lograba o en entusiasmo si lo conseguía.

Vibran en mis oídos las ondas hertzianas que delataban vacíos entre estación y estación, amplificadas o reducidas según oscilaciones que entonces no alcanzaba a entender, pero que operaban como inminencias previas al reconocimiento de la voz con que emitía al otro lado de no sabía qué un individuo invisible e inaccesible.

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No era en exclusiva una voz, era la voz o las voces de mis locutores preferidos. Escuché con atención las historias maravillosas de Kaliman, el hombre increíble y su acompañante Solin, atendí cada día los episodios de La tremenda Corte, con José Candelario, “Tres Patines”, Luz María Nananina, el tremendo Juez de la tremenda corte… qué recuerdos, qué tiempos, qué historias maravillosas.

A algunos personajes con el tiempo pude ponerles cara y ojos, a otros no hasta mucho después. La voz o las voces a las que rondaba misteriosa identidad o quizás más seductoras a causa de su identidad misteriosa. Cuando me dejaban los estudios y las obligaciones, pasaba mañanas, tardes y noches de infancia y juventud pegado a un transistor por el que se escapaban noticias, tertulias, partidos de fútbol, música a todas horas que recorría el amplio espectro de rock, pop, country, grupera, norteña, cumbias.

No faltaban las dedicadas a música clásica y a los toros. Por la radio seguí peleas de box memorables de José Guadalupe Pintor, de Roberto Manos de Piedra Durán y en algún momento la magia de la radio me hizo estar en estadio de los Dodgers de los Ángeles viendo, sintiendo y oliendo lo que pasaba a mi alrededor; la imaginación no tenía limites, vi volar un batazo de Pedro Guerrero y un ponche maravilloso del Toro mexicano.

La radio impartía una educación sentimental compartida por la mayoría en la que incluso en el presente nos reconocemos. En mi casa no había televisión, así que la radio ocupaba un lugar central. Acicateaba la imaginación transportándome a lugares que me parecían exóticos cuyo exotismo se desvaneció una vez que los conocí, pero aún no se disipa esa invitación a la aventura que mi fantasía urdía al hilo de los comentarios de esa misteriosa voz que hablaba al otro lado de no se sabía qué.

            Los programas cambiaban regularmente, pero nunca la intensa fascinación ante un aparato que me acompañaba a todas partes. En tardes de espeso silencio y lluvia tupida, la radio venía al rescate de una soledad involuntaria, rompiendo ese silencio para poblarse de imposibles: amores y tragedias que no alcanzaba a entender pero que me sumían en cavilaciones. La radio me enseñó a sentir, enriqueció mi experiencia diaria, se replegó sobre mi para lanzarme a la realidad. En un mundo sin redes sociales, era mi universo, un universo autosuficiente y generoso que se expandía en el momento en que la misteriosa voz pronunciaba las primeras palabras.

A cualquier hora de la noche los murmullos que salían del aparato mecían el sueño inquieto, sobresaltado a veces con narraciones de crímenes y horrores que disipaban la duermevela manteniéndome despierto hasta el amanecer, poco antes de levantarme para ir a la escuela.

            En la radio hice mis primeras incursiones como comunicador y nunca dejó de fascinarme, nunca dejó de enamorarme, incluso hoy. En 1999 fui el único periodista mexicano acreditado para cubrir el campeonato mundial de Atletismo en España, era el estadio sevillano de la Peineta; una tarde de agosto, corrían la final de los 400 metros planos varios atletas de renombre, entré al aire en vivo en Acir, Alejandro Cárdenas corría por el carril 5, delante en la salida de Michael Jonhson.

Hablé y compartí desde mi espacio en la tribuna de prensa la mejor pieza que recuerdo, hablé como había escuchado en alguna ocasión, describiendo los colores, el clima, por donde corría el aire, lo que se escuchaba en el ambiente, hablé de la forma increíble con que había llegado un mexicano por primera ocasión a una final en una prueba de velocidad… se escuchó a lo lejos el disparo y me metí en la carrera, describí la forma espectacular en que el norteamericano corría, pero mi sentimiento fue mayor y dejé que el oro fuera para los americanos mientras yo vibraba con la carrera y el tercer lugar de Alejandro Cárdenas.

            La radio volvió a poner a los mexicanos atentos a su imaginación y juntos fuimos testigos de un acontecimiento extraordinario. Qué gran recuerdo.  

            La radio llena mi silencio porque ese silencio no es mudez ni retirada de la palabra, sino oído atento a una misteriosa voz que de pronto es ya familiar, más familiar incluso que la propia familia. La radio me enseñó a escuchar, que es quizás lo mejor que los seres humanos podemos regalarnos.           

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