Antonio López al sol de Víctor Erice

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Rara vez un artista pone su arte al servicio de otro arte, somete su lenguaje a otro lenguaje. A primera vista no es frecuente que un autor indague en las posibilidades de su propio lenguaje a partir de las posibilidades de otro lenguaje. Este experimento suele apreciarse en artistas al margen de la actualidad artística representando ellos mismos esa actualidad o, quizás, un espacio privativo de esa actualidad.

Individuos reactivos a modas que sobreponen a la hora su sensibilidad y temperamento no por vanidad y presunción sino porque no saben presentarse de otro modo. Atmósferas a la orilla de la atmósfera generalizada a la que dotan de un significado particular y por eso inimitable o imitado a ojos vista en el callejón sin salida de la ausencia de talento.

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Vidas centradas en su arte independientemente del arte del momento, excéntricos que nunca han buscado la centralidad para convertirse inopinadamente en extraños centros inclasificables, referencias sin pretensiones, directrices sin obligaciones. Magisterio verdadero que no nace de lo preestablecido sino de la seducción involuntaria a la que invita el instantáneo desbordamiento del genio. El cineasta vasco Víctor Erice (1940) se inscribe en esta estirpe. Director de películas de culto como El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983), rodó en 1992 el largometraje El sol del membrillo. En apariencia, el proyecto era sencillo: un documental sobre el oficio del pintor castellano Antonio López (1936).

La idea surge dos años antes en medio de una conversación entre ambos, en que el pintor confiesa al cineasta su deseo de pintar el membrillero de su jardín alentado por sueños recurrentes sobre esos árboles a los que dedica los dibujos Árbol de membrillo (1990) y Membrillos y calabazas (1994).

            Antonio López, hiperrealista, destaca por su minuciosidad a la hora de confeccionar sus pinturas, acostumbra a demorarse años en terminar sus cuadros, utilizando una técnica metódica y reflexiva próxima a la fidelidad fotográfica. Solitario como Erice, ha hecho su arte a contrapelo del panorama cultural contemporáneo. El director también destaca por unas películas demoradas que privilegian la fotografía, atento al detalle y primeros planos, con guiones muy elaborados. Curiosamente, El sol del membrillo careció de script, si bien en 1990 había tomado apuntes y grabado videos sobre el quehacer de Antonio López para otro proyecto. Este material de una u otra manera facilita la familiaridad con el pintor.

El documental, grabado en el jardín de la casa del pintor, transcurre durante el otoño, estación en que maduran los membrillos. El membrillo va madurando en la tela del pintor a la vez que maduran membrillo y pintura en la lente del director. Proceso apegado a la afirmación de Juan Ramón Jiménez que aplicaba a Moguer: “la luz con el tiempo dentro”, porque el tiempo interior del membrillo auxiliado por la luz del sol termina por resplandecer. Erice filma un testimonio riguroso del desarrollo creativo de Antonio López con el pretexto de pintar un membrillo, sazonado con ingredientes como diálogos y conversaciones entre ambos o entre personas que visitan al pintor, que a la vez exhibe su desarrollo creativo.

            A excepción de Víctor Erice, no hay director que hubiera podido grabar este largometraje; a excepción de Antonio López, no hay pintor al que hubiera podido filmar de ese modo. Ambos llegan por diferentes lenguajes a procesos artísticos semejantes. Dos excepciones que sin embargo otorgan sentido a una parte del arte español desde hace cincuenta años. El sol del membrillo es una película vicaria que no desmerece su categoría artística aceptada como extraordinaria sinestesia. Los ojos sabios de Víctor Erice se posan en los ojos viejos de Antonio López que se posan en las luces de un membrillo, metáfora de la vida inseparable del tiempo.   

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