El fin de siglo en Julio Ruelas

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Julio Ruelas (1870-1907) es quizás el artista más significativo del fin de siglo mexicano. La singularidad, en la que reside su fascinación, reside en animar y alentar los aspectos más perturbadores del ser humano. En ocasiones, sus grabados y aguafuertes recuerdan a los Caprichos goyescos o a determinadas tintas de José Gutiérrez Solana, una imaginación llevada al límite en donde la sinrazón se asoma desde múltiples tragaluces y claraboyas. Esta devoción por el tremendismo, hasta convertirse en obsesión rastreable en el repertorio pictórico que ha legado el zacatecano, responde ante todo a una sensibilidad personal, pero también a una estética al servicio de un periodo caracterizado tanto por la desorientación como por una crisis sin precedentes de valores y referentes, en donde cualquier alternativa artística era aceptable a condición de que resaltara esa misma crisis. Así, lo mitológico y legendario, lo monstruoso y lo grotesco, esa “fosforescencia de la podredumbre”, según la consignaba Paul Bourget en sus Ensayos de psicología, encontraron en el pincel y el aguafuerte de Ruelas una expresión cabal, con un plus no siempre reconocido frente a sus contemporáneos: la sinceridad de su talento creador. De la misma manera que en ocasiones es difícil aceptar la sinceridad de las expresiones poéticas de José Juan Tablada, Francisco M. de Olaguíbel o José María Bustillos; esa misma sinceridad está fuera de dudas en el caso de Ruelas.

El pintor no ofrece solo un estado de ánimo o una sensibilidad personal, sino sobre todo una manera de ver el mundo fundada en un modo de estar en el mundo. Este proceso alquímico de transformar la experiencia personal en una propuesta pictórica a la vez mexicana y universal hace del zacatecano un caso extraño en el fin de siglo y, a la vez, una anomalía en un panorama artístico cuyos referentes inmediatos seguían siendo la pintura histórica, paisajista y realista. El decadentismo, al igual que antes el simbolismo y el parnasianismo, subrayaba que todo lo raro es bello. Baudelaire consignaba en uno de los ensayos de Salones y otros escritos sobre arte: “Lo bello es siempre extraño. No quiero decir que sea voluntariamente, fríamente extraño, pues en tal caso sería un monstruo salido de los rieles de la vida. Digo que contiene siempre un poco de rareza, de rareza ingenua, no buscada, inconsciente, y que es esa rareza la que lo convierte particularmente en Bello”.

El ejemplo de Ruelas abrió las posibilidades de expresión en el medio nacional a lo monstruoso y la monstruosidad (entendidos los vocablos como lo extraño, anómalo o bizarro) como temas de primera mano, al mismo tiempo que desplegaba una creatividad cuyos modelos y referencias se encontraban en la Europa finisecular. Francia, Alemania e Italia habían asumido a finales del siglo XIX los presupuestos decadentistas que se fascinaron ante el horror de una belleza que, más tarde, con el advenimiento de las vanguardias, André Breton bautizaría como “la belleza convulsa”

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