Charles Péguy, la desesperación de la esperanza

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La modernidad emplaza a la contradicción. Constante bamboleo entre extremos, no se limita al previsible conflicto, sino que indaga en el sentido teleológico de uno de esos extremos en que el otro opera como acicate. Las primicias socialistas del francés Charles Péguy (1873-1914) se resuelven en su conversión al catolicismo en 1906. Desde ese momento, el apasionado misticismo arrumba al apasionado compromiso político. Temperamento vehemente, de inmediato despierta sospechas entre socialistas y católicos que lo marginan a un espacio inocupable para los demás. Ese desarraigo intolerable también lo experimenta en su hogar, donde su esposa, fervorosa militante del ideario libertario de la Comuna de París, rechaza el matrimonio por la Iglesia y el bautizo de sus hijos. Originario de Orleans, de modesta familia, se traslada a la capital francesa para seguir estudios. Pronto se relaciona con Henri Bergson. Junto con Lucien Herr y Léon Blum, funda la librería Bellais que abandona en 1900 ante amenaza de quiebra. Ese mismo año impulsa la revista Les Cahiers de la quinzaine, favorecido por la amistad de Romain Rolland, André Suarès, Julien Benda. Alterna su trabajo de editor con intensa escritura que se traduce en De Jean Coste (1902), Notre Jeunesse (1910), L’Argent (1913), Le Mystére des Saints Innocents (1912), La Tapisserie de Sainte Geneviève et de Jeanne d’Arc (1913), Ève (1913). 

Explorador de la miseria y la desgracia, se interesó en el pesimismo a instancias de Alfred de Vigny quien había decretado: “La verdad acerca de la vida es la desesperación. La religión de Cristo es una religión de desesperación. La esperanza es la más grande de nuestras locuras y la fuente de todas nuestras cobardías”. El autor de Le Bal dice que el hombre es malo, contraviniendo el programático candor de Rousseau quien sustituye pecado original por crimen original. A su parecer el cristianismo es antídoto ineficaz frente a la naturaleza irreparable del hombre, precaria respuesta ante la privación moral, trampantojo respecto de la fragilidad evidente. La esperanza es locura porque nada induce a acogerla, pero adoptada obliga a conservarla vuelta pavor que acecha su pérdida. En Péguy (1944), Romain Rolland registra unas palabras del autor de Ève: “Vigny pensaba, y sobre todo sentía, cuando tenía consigo una sinceridad total, que el mundo, en su conjunto, era malo… La primera cuestión que se plantea, cuando hemos comprobado que el mundo es malo en su conjunto, es la de saber qué podemos hacer nosotros para remediarlo”. Para Vigny la maldad es irresoluble y cualquier paliativo subraya esa maldad. Péguy no consiente la tesis, sino que urge a “remediarlo”. En aquel, la maldad carece de enmienda; en este, esa enmienda reside en exclusiva en la religión católica. Para uno la esperanza es locura, para otro solo la esperanza aporta cordura. Pero esa cordura que gestiona la esperanza se adquiere a partir de la desesperación del sufrimiento como escribe a Pierre Marcel en 1913: “Has venido al mundo para tener un gran corazón y sufrir”. La conjunción copulativa opera como finalidad: “tener un gran corazón para sufrir”. El tamaño del corazón acredita sufrimiento en proporción, al servicio de la esperanza cuyo volumen se ajusta al del dolor. La esperanza se hospeda en el sufrimiento que ya no es expresión de maldad sino de providencia. Péguy redime la condenación de Vigny. Pero se trata de una esperanza reservada, firmemente arraigada en el padecimiento según consigna en la póstuma Clio, dialogue de l’histoire et de l’âme païenne: “El hombre de cuarenta años sabe que no se es dichoso. Sabe que, desde que existe el hombre, ningún hombre ha sido jamás dichoso”.

Péguy parece invitar al pesimismo, pero es solo resabio. Quizás no exista dicha en este mundo, pero la dicha existe como corrobora la esperanza. La esperanza no solo se recibe, sino que se conquista a diario, paulatina e incesantemente, como declara en unos versos de Le Porche du mystère de la deuxième vertu (1912):  

La petite Espérance s’avance entre ses deux grandes sœurs
et on ne prend pas seulement garde à elle.
Sur le chemin du salut, sur le chemin charnel, sur le chemin
raboteux du salut, sur la route interminable, sur la route
entre ses deux sœurs la petite espérance
S’avance.

Inseparable de la fe y la caridad, esas “deux grandes soeurs”, la esperanza no es disposición de ánimo, facultad privativa de determinados temperamentos, sino virtud capital que habitúa al dolor, que ordena el dolor por encima de circunstancias particulares a las que dota de sentido. La vida se justifica desde la esperanza, pero no en esta vida, sino en esa otra para la que esta es condición y portal. 

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