Una reforma de salud que promete el cielo… por la ruta del infierno

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El Congreso aprobó una de las reformas más amplias a la Ley General de Salud en décadas. La venden como la gran coronación del “derecho a la salud”, pero, como suele ocurrir, hay que leer la letra chiquita: la de un Estado que no mejora su capacidad, pero sí expande su poder; que no arregla el sistema, pero sí multiplica controles; que no garantiza recursos, pero sí reparte discursos.

El emblema más llamativo -y más absurdo- es la prohibición total de vapeadores. México pasa, “orgullosamente”, a ser prácticamente el único país democrático donde una persona podría acabar en prisión por fabricar, transportar, almacenar o vender un vapeador. Las penas van de uno a ocho años, equiparando un dispositivo electrónico a sustancias como el fentanilo. La pena es mayor que la que recibiría un machito que vapulee a una mujer, por ejemplo. La política sanitaria queda sometida a la política punitiva.

Los legisladores de la mayoría, conscientes del bochorno, introdujeron a última hora una “precisión”: no se castigará al consumidor. Faltaba más. Pero en un país donde policías municipales pueden convertir un portallaves en “arma blanca”, ¿quién puede creer seriamente que esta excepción se respetará? Es una cortesía normativa que se quedará en el papel, ante una realidad bien conocida: cuando el gobierno abre la puerta a la criminalización, muchos son empujados hacia adentro.

Este prohibicionismo extremo contrasta con la ausencia de resultados en las verdaderas crisis sanitarias del país. No hay cárcel por negligencia en desabasto; no hay penas por destruir el Seguro Popular; no hay sanciones por duplicar la carencia de acceso a salud entre 2018 y 2024, que pasó de 20 a 44.5 millones de personas, nada por las 300 mil personas -del total de 800 mil- que murieron por la pésima gestión de la pandemia. Pero por un vapeador, sí.

El segundo gran eje de la reforma es la recentralización del sistema de salud. La Secretaría de Salud recupera el control absoluto de las compras consolidadas de medicamentos y equipo de alta tecnología. Es como ver al mismo gobierno que destruyó el esquema consolidado original regresar, seis años después, a reconstruirlo… sin reconocer que su demolición fue el origen del desabasto nacional. La reforma crea un Plan Maestro Nacional de Infraestructura, un catálogo obligatorio que condiciona todas las obras y adquisiciones del país. La planeación es indispensable, sí; el problema es cuando la “planeación” se convierte en ventanilla única política, un punto de control más para centralizar decisiones.

Pero el componente más delicado -y menos visible en el debate público- es la desaparición de los porcentajes obligatorios del Fondo de Salud para el Bienestar. Antes, el 11% destinado por IMSS-Bienestar a las entidades tenía una regla clara: 8% para enfermedades de alto costo, 2% para infraestructura en Estados marginados, 1% para abasto y exámenes clínicos. Ahora, la distribución queda a discreción del Comité Técnico del Fondo.

Se abre, así, un espacio perfecto para la discrecionalidad política. Las enfermedades de alto costo, como cáncer, VIH o cuidados intensivos neonatales, pierden su blindaje financiero. Y, para completar el cuadro, se agregan nuevos rubros que podrían absorber aún más recursos. El Fondo, que ya fue exprimido de 93 mil millones a 32 mil, ahora deberá hacer más.

La reforma incorpora, además, capítulos sobre salud digital, interoperabilidad de expedientes y tecnovigilancia. Buenos propósitos, sin duda. Pero hay un problemita: no hay dinero. El propio proyecto señala que todo deberá ejecutarse con los “presupuestos existentes”, sin ampliaciones en este ni en futuros ejercicios.

Es como anunciar un Ferrari… con motor de vochito. Digitalización nacional, infraestructura moderna, rectoría reforzada, intercambio universal entre IMSS, ISSSTE e IMSS-Bienestar… todo sin un peso extra. Ni uno. Todo será por“milagro presupuestario”.

El resultado es un coctel peculiar: prohibicionismo y punitivismo, centralización administrativa, discrecionalidad financiera y ambición tecnológica sin presupuesto. No es una reforma para mejorar el sistema de salud: es una reforma para reorganizar el poder dentro del sistema., pero en el discurso oficial esto significa“garantizar el derecho a la salud”.

En la práctica, se parece más a garantizar que la autoridad tenga más facultades, aunque los pacientes sigan esperando medicamentos, consultas, cirugías y diagnósticos que nunca llegan.

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