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Algo se movió el sábado 15 de agosto en la Ciudad de México. No fue solo una marcha más -esas que ya forman parte del paisaje urbano de una capital que convive con el enojo social como quien convive con el tráfico vehicular-, sino algo distinto, un latido generacional que merece atención, y respeto. Quienes convocaron y llenaron las calles fueron jóvenes: la llamada generación Z, esa cohorte que muchos daban por perdida para la vida pública, etiquetada como apática, ensimismada en las pantallas, renuente al compromiso cívico. Y, sin embargo, ahí estaban por miles, tomándose la calle para decir con toda claridad que también tienen miedo, que también están hartos, que también exigen vivir.

La gota que derramó el vaso fue el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Pero lo que los hizo marchar no fue la figura política: fue la sensación compartida de vulnerabilidad que se volvió insoportable. Son jóvenes que todos los días calculan rutas “menos peligrosas”, que se textean “avísame cuando llegues”, que guardan el celular en la ropa interior para evitar que se los arrebaten. Jóvenes que deberían estar pensando en estudiar, en construir un futuro, en amar, y que en cambio solo piensan en sobrevivir. Están cansados de no saber si volverán a casa.

Ese hartazgo es genuino y es legítimo. Y, en un país democrático, debería ser atendido con empatía, diálogo y garantías. Pero el gobierno reaccionó con desconfianza, con agresividad, y con la tentación autoritaria de criminalizarlos. Jóvenes pacíficos que ejercían un derecho fueron reprimidos, golpeados y, peor aún, varios de ellos siguen hoy detenidos, enfrentando imputaciones tan absurdas como robo, resistencia a la autoridad o incluso tentativa de homicidio. Cargos desproporcionados que no resisten el menor análisis y que recuerdan a los viejos reflejos de un Estado al que le aterra que la juventud despierte.

Resulta particularmente inquietante la incongruencia del gobierno. Porque aquí no hablamos de una administración cualquiera: hablamos de un grupo político que dice haberse forjado en la protesta social y se reivindica heredero del 68. Sin embargo, cuando los jóvenes no marchan para apoyar al oficialismo, sino para exigir seguridad, para reclamar un cambio de rumbo, las libertades desaparecen. De pronto, la libertad de expresión y de reunión deja de ser un derecho y se convierte en una amenaza. Y el derecho a disentir deja de ser legítimo si se sospecha que hay opositores en la organización.

La propia presidenta Sheinbaum descalificó días antes la convocatoria, sugiriendo que detrás de ella había jóvenes ligados a partidos opositores. Como si eso invalidara su causa. Como si los ciudadanos con filiación política perdieran el derecho a manifestarse. Como si solo la militancia oficialista pudiera ocupar el espacio público sin ser reprimida. Es una lógica peligrosa, porque abre la puerta a la persecución selectiva: castigar la protesta no por violenta, sino por disidente. Eso, hay que decirlo con todas sus letras, es autoritarismo puro y duro.

Además, contrasta -y duele- ver que en otras marchas donde ha habido enfrentamientos fuertes con la policía -trátese del magisterio, de productores del campo, de feministas- nunca hubo detenciones, pero cuando se trató de jóvenes, la instrucción fue otra. Y todavía después, desde el púlpito oficial, la exhibición pública, la calumnia y la criminalización continuaron. Resulta imposible no pensar en la Claudia Sheinbaum joven, activista, inconforme, que marchaba y exigía libertades. Esa joven habría considerado totalmente inaceptable lo que ella misma hace ahora contra los jóvenes desde el poder que encabeza.

Se dice también que en la marcha hubo, además de jóvenes opositores, algunos adultos. Pero francamente, de ser así: ¿y qué? Las marchas son convocatorias abiertas, públicas, plurales. Nomás faltaba que ahora las manifestaciones vinieran con control de acceso o se reservaran el derecho de admisión: prohibido el paso a quienes tengan credencial de partido o arrugas en la frente: ¡A callar, que no tienen libertad de expresión, ni de reunión, ni de protesta!

Pero al final me quedo con la esperanza. La esperanza que en mí despertó el despertar de la generación Z. Porque lo que vimos el sábado fue una bocanada de aire fresco en un país cansado, una afirmación clara de que la juventud mexicana está viva, que no está resignada, que no quiere un país en el que vivir sea una apuesta diaria, y que no acepta el miedo ni el dolor evitable.

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