El grito que hizo historia

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El Grito de Independencia de este año no fue uno más en el calendario cívico. Fue histórico porque por primera vez en más de dos siglos una mujer salió al balcón presidencial para encabezar el rito patrio que simboliza el nacimiento de México. Y no cualquier mujer: la presidenta Claudia Sheinbaum, que no solo llevó consigo la carga de la tradición, sino también el poder de resignificarla.

Me parece profundamente poderoso que ese balcón, reservado hasta ahora solo para presidentes hombres, se abriera para una mujer. Esa sola imagen es ya un mensaje contundente de cambio. El detalle del vestido morado tampoco fue casualidad: un guiño al movimiento feminista que lucha desde hace décadas por abrir espacios, por visibilizar la voz y la presencia de las mujeres en la historia. Ese color, asociado con la causa de la igualdad, contrastaba con los tonos sobrios del balcón y se convirtió en un símbolo que habló por sí mismo.

Lo más revelador, sin embargo, fue el momento en que mencionó a Joséfa Ortiz sin el “Domínguez”. A primera vista puede parecer un simple matiz, pero en el fondo es un acto político y cultural de enorme peso. Durante siglos, la Corregidora fue recordada a través del apellido de su esposo, como si su identidad dependiera de él. Al nombrarla como Joséfa Ortiz Téllez-Girón, Sheinbaum hizo justicia simbólica: devolvió a la heroína su nombre propio, reivindicándola como mujer independiente y protagonista de la historia. En un país donde aún es común que las mujeres pierdan su apellido al casarse, ese gesto resonó como una reivindicación largamente esperada.

Las redes sociales hicieron eco inmediato. En X, Facebook e Instagram se multiplicaron los comentarios que celebraban el “grito feminista” de Claudia. Incluso sus detractores, que suelen usar cada acto público para criticarla, se vieron obligados a reconocer la fuerza del momento. La discusión dejó claro que, más allá de las simpatías partidistas, la carga simbólica de una mujer dando el Grito movió fibras colectivas que trascienden la política.

No es la primera vez que la representación importa en la historia. Cuando Barack Obama se convirtió en el primer presidente afroamericano de Estados Unidos, su sola imagen en la Casa Blanca tuvo un efecto cultural que fue más allá de su gobierno. Algo similar ocurre ahora: México, un país atravesado por el machismo, ve en el balcón principal de Palacio Nacional a una mujer encabezando el ritual patrio más importante. Es un espejo de cambio, y los espejos siempre incomodan, porque muestran lo que muchos prefieren no ver.

A diferencia de su antecesor, Sheinbaum optó por la institucionalidad. Andrés Manuel López Obrador convirtió el Grito en un acto personal, agregando “¡Vivas!” a causas de coyuntura y usando el balcón como tribuna política. Ella eligió otra ruta: devolverle solemnidad al acto, hacer un grito para todos, sin bandos. En ese gesto también hay un mensaje: el país necesita símbolos que unan, no que dividan. Y el Grito de Independencia, con todo su peso histórico y cultural, tiene la capacidad de hacerlo.

Yo pienso que este gesto puede marcar un parteaguas. No solo porque una mujer llegó al balcón, no solo por el morado o por reivindicar el nombre de Joséfa Ortiz. Lo trascendente es que la presidenta abrió la posibilidad de que el símbolo más poderoso de unidad nacional sirva también como punto de encuentro. Que el Grito, en lugar de ser otra batalla en la arena política, se convierta en el inicio de la despolarización que tanto necesita el país.

Quizá, en ese eco que resonó en las redes sociales y en la plaza, se sembró la semilla de un México distinto: uno que reconozca que la representación importa, que la historia puede resignificarse, y que la unidad no está peleada con la diversidad. El grito de Claudia no fue solo un acto de protocolo: fue el anuncio de que las páginas de la historia mexicana pueden escribirse de otra manera.

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