Una Suprema Corte con ínfima «auctoritas»

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El día de ayer, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) decidió darle el visto bueno a la elección judicial celebrada el pasado 1 de junio. Lo hizo contra viento y marea, pero también contra un caudal enorme de indicios y pruebas. Porque sí, aunque hubo muchísimos elementos sólidos, y aunque existía un proyecto de sentencia elaborado por el magistrado Reyes Rodríguez que proponía la nulidad del proceso, la mayoría de tres magistrados -desde hace tiempo ya muy claramente alineados con el oficialismo- optaron por la validación. Al parecer, la lógica es sencilla: cuando la democracia y la Constitución estorban, siempre se pueden reinterpretar.

Conviene detenernos en lo ocurrido. El proyecto de nulidad señalaba con contundencia que los resultados electorales eran tan parecidos a los famosos “acordeones” distribuidos por los operadores políticos del gobierno, que la probabilidad de una coincidencia fortuita era de una en siete mil millones. Más fácil ganar la lotería que explicar lo sucedido como casualidad. A eso se sumaban testimonios y evidencias de entes públicos repartiendo esas listas de “favoritos” -nada menos que con cheques del Banco Afirme de por medio-, así como intercambio de información entre dependencias gubernamentales para incidir en la elección. Todo un catálogo de irregularidades.

Pero nada de eso importó. El Tribunal decidió que no había pruebas. Las cajas repletas de pruebas que el magistrado Reyes Rodríguez tenía junto a sí durante la sesión no contaron para nada. La gráfica elaborada por el ponente para ilustrar el sesgo antidemocrático generado por los acordeones fue utilizada por la presidenta del tribunal, Mónica Soto, de la manera más vergonzosa posible, para concluir que una elección no podía ser anulada con base en una gráfica, como si la gráfica fuese la prueba y no la ilustración del cúmulo de ellas.

La ironía es que el mismo TEPJF, en elecciones anteriores, había defendido exactamente lo contrario. Se anularon elecciones, por ejemplo, porque se detectaron múltiples bardas con propaganda a favor de alguna opción, sin que se justificara su financiación. Pero claro, ese criterio valía cuando la irregularidad no afectaba al oficialismo. Hoy, el pragmatismo político ha impuesto un borrón selectivo en la memoria institucional.

El resultado es demoledor: una nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación que nacerá bajo el signo de la ilegitimidad. Sus integrantes llegan no como representantes de un voto libre e informado, sino como beneficiarios de trampas y maquinaciones diseñadas desde el poder. Una Corte electa con acordeones no es un órgano contramayoritario, sino un eco del oficialismo. Sus resoluciones, por tanto, estarán permanentemente bajo sospecha. ¿Qué valor tendrá un fallo en materia de constitucionalidad si quienes lo dictan deben su asiento a una elección manipulada, antidemocrática e inconstitucional?

El riesgo va mucho más allá de la coyuntura. Lo que ayer hizo el TEPJF fue abrir la puerta a un futuro donde cualquier elección puede ser validada, sin importar cuán grotescas sean las irregularidades. La narrativa oficial será siempre la misma: no hay pruebas suficientes. Y así, poco a poco, la democracia se reduce a una simulación, a un ritual vacío, perfectamente organizado, impecablemente controlado, pero carente de la mas mínima legitimidad.

En la retórica gubernamental, se nos dirá que ahora sí tenemos una “Corte del pueblo”. Pero el pueblo casi no acudió: apenas votó uno de cada ocho electores. Se nos dirá que hubo libertad, pero la libertad consistió en elegir lo que ya estaba decidido de antemano. Y se nos dirá que la elección fue histórica, aunque lo histórico no sea su carácter democrático, sino la trampa monumental que estuvo de por medio, y el control político al que quedó sometido el Poder Judicial.

Así quedamos: con un Tribunal Electoral mayoritariamente abyecto que ha preferido agradar al poder antes que velar por la democracia, y con una Suprema Corte totalmente ilegítima, integrada por ministros electos gracias a los acordeones oficiales, cuyas resoluciones habrán de quedar siempre en entredicho.

Al no disponer de un poder fáctico directo -o potestas-, la fuerza de las resoluciones de los jueces radica en el consenso social de que las respalda su autoridad moral -o auctoritas-, y que por lo tanto, respetarlas resulta ineludible. Sin esa convención social sobre el prestigio y la reputación de los jueces, su obligatoriedad se esfuma. Con ínfima “auctoritas”, una corte jamás será suprema.

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