
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha sido enfática, no existen pruebas que vinculen a Nicolás Maduro con el Cártel de Sinaloa, y México no permitirá operaciones militares extranjeras en su territorio. Su declaración no solo responde a una acusación puntual, sino que marca un posicionamiento frente a la narrativa que se está reconfigurando desde Washington.
Esta semana, el Gobierno de Estados Unidos ofreció una recompensa récord de 50 millones de dólares por Maduro, acusándolo de liderar una red criminal transnacional. La fiscal general Pam Bondi lo señaló como pieza clave en una estructura que conecta al Cártel de los Soles, el Tren de Aragua y el Cártel de Sinaloa. Simultáneamente, el expresidente Donald Trump, según The New York Times, firmó una orden secreta al Pentágono para autorizar el uso de fuerza militar contra cárteles en América Latina. Al parecer la guerra contra el narco ha entrado en una nueva fase, y al parecer esta vez, no pide permiso.
Maduro, según Washington, ya no es solo un líder autoritario, es un objetivo. La DEA ha vinculado toneladas de cocaína a sus operaciones, y el Departamento de Justicia lo acusa de conspirar con organizaciones criminales que operan en varios países. La narrativa es clara es que el narcotráfico ha dejado de ser un problema local o fronterizoy se ha convertido en un eje geopolítico que al parecer conecta, en primera instancia a Caracas, Culiacán y Washington.
Me llama la atención que se haga la oferta de recompensa cuando es evidente al mundo donde se encuentra Nicolas Maduro. Podría ser solo parte de un ejercicio de comunicación para tratar de implementar una narrativa sobre el narcotráfico en América latina.
Esta narrativa también plantea dilemas. ¿Qué ocurre cuando se militariza la lucha contra el narco sin consenso regional? ¿Qué implica que un presidente extranjero sea considerado blanco legítimo de operaciones militares? ¿Dónde queda la soberanía de los países latinoamericanos frente a una estrategia que se decide fuera de sus fronteras?
La respuesta de Sheinbaum no es solo diplomática: es una defensa de principios. América Latina ha aprendido, a fuerza de historia, que las guerras que se libran sin soberanía terminan costando más que lo que prometen resolver.
La pregunta no es si hay que combatir al narcotráfico. Es cómo hacerlo sin perder el control de la narrativa, de las instituciones y del territorio. Porque en política, quien no cuenta su propia historia termina atrapado en la de otros.
América Latina necesita una narrativa propia sobre seguridad, crimen organizado y soberanía. Una narrativa que no se limite a reaccionar, sino que proponga. Que no se construya desde el miedo, sino desde la institucionalidad. La lucha contra el narco debe ser firme, sí, pero también democrática, estratégica y respetuosa de los derechos humanos.
Porque si algo nos ha enseñado la historia, es que las guerras que se libran sin narrativa propia terminan siendo ajenas. Y eso, en política, es perder antes de empezar.