A 80 años de Hiroshima y Nagasaki la impunidad nuclear persiste

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En estos días se cumplen 80 años de los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, y sin embargo, cuesta encontrar en los discursos oficiales, en los libros escolares o en los comunicados diplomáticos, el uso de ese término: ataque nuclear. Se habla, con una deliberada ambigüedad, de «el lanzamiento de la bomba atómica», «el final de la guerra», o simplemente, «Hiroshima». Como si la sola mención del lugar bastara para que todos entiendan -sin necesidad de nombrar el horror- lo que ocurrió allí el 6 y el 9 de agosto de 1945.

Pero nombrar las cosas con precisión no es un capricho semántico, sino un acto de responsabilidad ética y política. Llamar a lo ocurrido lo que realmente fue -dos ataques nucleares deliberados contra población civil- incomoda, sí, pero es la verdad. Y no hay posibilidad de construir conciencia histórica ni de prevenir la repetición del horror si no se le enfrenta sin rodeos ni eufemismos.

Resulta sintomático que lo que hoy entendemos como el mayor tabú bélico del derecho internacional contemporáneo -el uso de armas nucleares- haya tenido como primer y único antecedente histórico su aplicación efectiva contra objetivos civiles, y que ese hecho no haya sido condenado jurídicamente ni juzgado jamás.

¿Qué mensaje deja esa omisión? Que si el crimen lo comete el vencedor, no hay crimen. Que si el arma es nueva, la ley no la alcanza. Que la historia, si se escribe desde el poder, puede omitir el recuerdo de los horrores.

Durante décadas, el relato dominante nos dijo que la decisión de bombardear Hiroshima y Nagasaki fue necesaria para forzar la rendición japonesa y así evitar más muertes. Se trataba, supuestamente, de una tragedia calculada en nombre de la paz. Y esa lógica, repetida una y otra vez por gobiernos, libros de texto y películas, se convirtió en una verdad incuestionable. Pero ese relato omite elementos clave: que Japón ya estaba militarmente colapsado, que había canales de negociación abiertos, y que incluso en los términos de la narrativa estadounidense, el segundo bombardeo, el de Nagasaki, fue absolutamente innecesario.

A 80 años de distancia, lo más escandaloso no es sólo el hecho en sí, sino el manto de impunidad que lo cubrió y que sigue cubriéndolo. Truman es incluso un héroe, y no el villano que debería ser. Ni un solo juicio, ni una sola responsabilidad política, ni siquiera una disculpa formal del país que decidió -por cálculo estratégico, no por desesperación- utilizar el arma más letal jamás concebida, en clara violación de los principios de distinción (que distingue entre objetivos militares y bienes civiles) y de proporcionalidad (que prohíbe generar sufrimientos innecesarios) del derecho internacional humanitario.

Pero la hipocresía de la narrativa post atómica no se ha quedado allá. Reaparece cuando el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, prohíbe a los países adquirir o desarrollar estas armas, pero le permite tenerlas a los 5 países que en 1967 ya las tenían (EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia y China). Es decir, crea un doble estándar, un régimen de excepción donde nadie, salvo las que ya eran potencias nucleares, puede contar con armas nucleares. Es ilícito para todos, excepto para ellos. Solo 5 países no forman parte del Tratado, y 4 de ellos han logrado desarrollar armas nucleares:  Israel, Pakistán, India y Corea del Norte

La otra parte de la hipocresía radica en que, al mismo tiempo que las potencias nucleares exigen al resto del mundo no desarrollar armas nucleares, la única obligación adquirida por ellos en el Tratado -el desarme paulatino- ha sido incumplida por más de 55 años, y además, se niegan a firmar el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, que impide a todos los países del mundo contar con armas nucleares. Es absolutamente inconsistente condenar los ensayos nucleares, demonizar la proliferación, reprender a quienes intentan desarrollar armas atómicas, y al mismo tiempo callar respecto de los únicos ataques nucleares reales registrados en la historia de la humanidad.

Mientras no se nombre el crimen, no se construye memoria verdadera. Mientras no se juzgue simbólicamente la decisión de lanzar bombas nucleares sobre ciudades indefensas, se mantiene la idea latente de que en ciertos casos todo vale. Por eso, a 80 años, urge decirlo sin eufemismos: fueron ataques nucleares. Fueron crímenes de guerra. Fueron actos de barbarie envueltos en una retórica ridícula normalizada a base de repetición. Y lo siguen siendo mientras no los nombremos como tales.

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