En la Ciudad de México, ser amable no solo es raro. Es sospechoso.
Ceder el asiento, decir “buenos días”, dar el paso en un embotellamiento o sonreír al desconocido en la fila del súper parecen gestos menores. Pero en una ciudad donde todo es prisa, hartazgo y alerta, esos gestos se han convertido en actos radicales. Un lujo. Una excepción.
Vivir aquí te entrena para desconfiar. Para endurecerte. Para responder con agresión antes que con empatía. Como escribió el urbanista danés Jan Gehl, “las ciudades que no están diseñadas para el encuentro, favorecen el aislamiento y la hostilidad”. Y la CDMX es un ejemplo vivo: transporte colapsado, banquetas intransitables, servicios saturados. Todo en contra del bienestar colectivo.
No es casualidad que en un estudio de la UNAM sobre salud mental en contextos urbanos (2020), el 52% de los habitantes encuestados en la Zona Metropolitana del Valle de México reportaron niveles frecuentes de irritabilidad, ansiedad o agotamiento emocional. ¿El enemigo? La vida cotidiana.
En medio de eso, ser amable no es debilidad. Es resistencia.
La cultura popular lo retrata todo el tiempo. El clásico “¡pos qué, muy chingón o qué!” al menor roce. El “ya ni la chingan” al ver una injusticia que, aunque nos afecta, rara vez enfrentamos. En el fondo, hay una narrativa compartida: si tú no te cuidas, nadie lo hará por ti.
Esa lógica de defensa personal tiene raíces históricas. El sociólogo mexicano Roger Bartra habla del “exoesqueleto cultural del mexicano” como una coraza simbólica frente a la violencia estructural, la corrupción y el desorden social. Pero, ¿qué pasa cuando esa armadura se convierte en nuestro modo predeterminado de habitar lo público?
Ser amable en una ciudad que no te cuida es, paradójicamente, una forma de cuidarte a ti y a los demás. Es reclamar el espacio público desde la ternura. Es decir: aquí también cabe la empatía, aunque el sistema lo ignore.
Esto no significa romantizar la violencia cotidiana o pedirle al ciudadano que reemplace al Estado. Significa reconocer que la deshumanización diaria empieza por lo pequeño: empujar en lugar de pedir paso, ignorar en lugar de mirar, exigir sin agradecer.
Y sí, hay días en los que uno también pierde la paciencia. Pero justo por eso, cuando elegimos no hacerlo, cuando decidimos ser amables a pesar del tráfico, el ruido o el hartazgo, estamos resistiendo la lógica del “sálvese quien pueda”.
No necesitamos héroes. Necesitamos personas que devuelvan el saludo. Que dejen pasar. Que no vivan con el puño cerrado, sino con la mano extendida. La CDMX no va a cambiar de un día para otro. Pero tal vez nosotros sí podamos —aunque sea en el vagón del metro, en la calle, en el tráfico.
Porque en esta ciudad, donde todo es un poco hostil, ser amable no es cursi. Es revolucionario.