Hace unos días, en la Condesa y la Roma —dos de las colonias que históricamente han recibido a extranjeros en la Ciudad de México— hubo una marcha con un mensaje claro: “la ciudad no está en renta”. La protesta tenía como objetivo visibilizar algo que muchos habitantes viven a diario: la imposibilidad de seguir viviendo en sus propias colonias debido a la gentrificación acelerada.
Y no es exageración. La Ciudad de México se comporta, cada vez más, como un catálogo de experiencias para extranjeros, no como una ciudad pensada para sus propios habitantes. El problema no son los extranjeros en sí. El problema es la falta de regulación, el abandono institucional y una economía que favorece al turista antes que al residente.
Airbnb, Nomad List, TikTok e Instagram han convertido a ciertos barrios en vitrinas digitales. Pero cuando tu colonia se vuelve una experiencia de consumo, los precios suben, la vida cotidiana se vuelve insostenible y tú —que vives ahí desde siempre— te vuelves el extraño.
La protesta tenía sentido. Pero el problema es que el mensaje se desvirtuó.
Pasó de ser una marcha contra un modelo urbano injusto, a una marcha contra “los gringos”, en el peor sentido. Y en medio de ese viraje, hubo saqueos, robos, consignas xenofóbicas y violencia.
Y ahí es donde la lucha justa se tambalea.
Porque cuando la causa legítima se convierte en linchamiento simbólico, pierde fuerza moral y legitimidad pública. El enojo es entendible, incluso necesario. Pero la violencia sin dirección solo refuerza estigmas y le da la razón a quienes quieren descalificar todo el movimiento.
La gentrificación no es culpa del turista. Es consecuencia de un Estado ausente que no regula, no planea, no protege. Y es el resultado de un sistema que ve la vivienda como mercancía, no como derecho.
Y es frustrante, sí. Porque mientras la ciudad se convierte en Airbnb, la clase política sigue sin presentar una sola política pública seria que limite la renta especulativa, que grave la vivienda vacía o que priorice a los habitantes por encima del mercado internacional.
Pero lo que no podemos permitirnos es que la rabia legítima se diluya en actos que desacrediten la causa. Porque la conversación se desvía. Porque los medios cubren los vidrios rotos, no las rentas imposibles. Y porque al final, los responsables siguen sin rendir cuentas… mientras la opinión pública se entretiene en discutir si estuvo bien rayar un Oxxo.
La ciudad más bonita del mundo no puede ser solo un decorado para influencers ni un parque temático digital para nómadas en dólares.
Pero tampoco puede ser el escenario de una guerra mal dirigida.
Si queremos recuperarla, tenemos que señalar al poder, no a quien llegó con una maleta. Tenemos que organizar, no solo protestar.
Y tenemos que exigir una ciudad que se viva, no que se alquile.