Ruinas y hiedras

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Fascina la contemplación de ruinas por su poderosa fuerza de evocación independientemente del origen de esas ruinas. Testigos de un pasado definitivamente cancelado, pero al que los vestigios se resisten a desaparecer del todo. No es que ese pasado se imponga en el presente como presente, sino que en el presente se impone como pasado. Frente a las ruinas, la imaginación se activa en todas direcciones siempre sobre lo que pudo ser y que quizás fue. No importa la información del visitante sobre esos parajes, la atracción para recrear mundos posibles se antoja irresistible. No es únicamente la seducción ante piedras que hablan en sus silencios de lo que fue o pudo ser, es también la impotencia del hombre ante el poder destructor del tiempo y de la naturaleza. El Romanticismo transforma significativamente la relación del hombre con la Naturaleza. Las ruinas aparecen en parajes que minimizan la condición humana, volviéndola en ocasiones irrelevante. Rafael Argullol denomina “desposesión del paisaje” a esta enajenación. El hombre extravía su lugar, pierde su centralidad, en un movimiento de extrañamiento que termina por desplazarlo completamente. El paisaje surge entonces en toda su autonomía, ocupando el espacio que antes había correspondido al ser humano. Frente al paisaje desantropomorfizado irrumpe la melancolía y el pavor, la invitación al viaje y el terror al vacío. Escribe Argullol que “en el Romanticismo el paisaje se hace trágico pues reconoce desmesuradamente la escisión entre Naturaleza y el hombre”. En el Romanticismo la escisión entre el hombre y la Naturaleza es irreconciliable.

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Las ruinas suscitan impresiones contradictorias: reconocimiento del genio creador e imposibilidad para resistir la acción destructiva de la Naturaleza. En el primer caso, la sensación se relaciona con el vigor y lo sano; en el segundo, con lo enfermo y mórbido. La dialéctica genera parejas de opuestos: claridad y oscuridad, simetría y asimetría, razón e instinto. Contradicciones que resumen la lucha eterna entre Apolo y Dionisos, inseparables pero siempre polémicos. El arte romántico subraya la condición trágica de las construcciones humanas destinadas a desaparecer y dirigidas al olvido. Pero en los restos de esas construcciones, degradados y deteriorados, apenas recuerdo de su versión primera, el artista contempla la verdad y la belleza original. Imaginación y sueño son las herramientas con que penetra en la impenetrabilidad codificada en la voracidad de la Naturaleza y la devastación del tiempo. La ruina es también huella de un pasado heroico que el artista quiere habitar transformado a su vez en héroe en un periodo en que los héroes han sido sepultados. La hiedra es quizás el síntoma más significativo del sentimiento de caducidad, de la demolición a la que la naturaleza somete todo lo humano, de la incapacidad del hombre para enfrentar la destrucción. Se asocia con lo malsano y lo enfermo, el ocaso y la decadencia. La hiedra es inseparable de las ruinas porque es expresión natural ajustada a la plétora de sentidos de las ruinas.

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El Romanticismo invierte el lugar del hombre en el paisaje, pero también el paisaje modifica la obra del hombre hasta devorarla. El hombre lucha en contra de la Naturaleza sabiendo que sucumbirá irremediablemente a su acción. Su conflictiva relación con la Naturaleza es una imposibilidad que no ignora, pero se resiste a aceptar su fracaso para asaltar el infinito. Las ruinas recuerdan la finitud y pequeñez del ser humano que el ser humano se resiste a aceptar puesto que es evidencia de su fracaso definitivo.

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