El discurso de la mentira es ya habitual en el discurso político de las democracias. La demagogia ha perdido interés quizás porque es demasiado blanda y educada frente a los actuales requerimientos. Los políticos han mostrado tradicionalmente reticencias hacia la mentira como instrumento de gobierno. Sabían que su acostumbramiento además de deslegitimarlos como representantes populares operaría en contra de la higiene democrática trasladándose a la sociedad.
La mentira no sólo vuelve inmune al ciudadano, sino también indiferente. Por momentos, da la impresión de que los políticos procuran exactamente eso, el alejamiento irremediable de la sociedad de la cosa pública para que la cosa pública bajo apariencia democrática sea asunto exclusivo de unos pocos. La democracia al servicio de una oligarquía representada en una partitocracia abrazada a sus intereses esclavizando a la ciudadanía que trabaja para financiar sus antojos.
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Nueva esclavitud sobrevenida inopinadamente por la crisis de la democracia cuyo repuesto es la tiranía de la simulación democrática. Algunas sociedades democráticas no viven en democracia sino en un sucedáneo degradado. Los políticos no comparten el gobierno con quienes representan y a quienes deben el cargo. La clase política ya casta, cada vez más cerrada y ajena, deteriora de manera acelerada la convivencia de los ciudadanos a quienes manipulan buscando siempre rédito de todo tipo.
El discurso de investidura a la presidencia del gobierno de España de Pedro Sánchez ilustra lo peor del político, exhibe la indignidad del representante popular, expone al individuo patético que quiere normalizar el delito a riesgo no ya de perder la democracia, sino la nación. Poner a España en almoneda para seguir ocupando un triste rincón en el palacio de la Moncloa retrata la moral de un personaje vil.
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La cuestión no es que Sánchez ostente la presidencia, la cuestión es que lo haga de manera legítima. Carece de razón y de legitimidad el individuo que vende su patria a fuerzas que operan en contra en detrimento del resto de la nación para conseguir una ambición personal. Pedro Sánchez reduce su simpleza discursiva a la amenaza del fascismo en caso de no ser electo presidente.
Hace cuatro meses, en campaña electoral, prometió que no cedería ante el chantaje de separatistas catalanes. Ahora propone una ley de amnistía a medida para exculparlos del golpe de Estado de 2017. En el discurso de investidura, apeló a la concordia para justificar lo que había negado taxativamente en campaña. Ayer en el parlamento, proclamó que 12 millones de españoles habían votado a las fuerzas progresistas. Silenció que no habían votado la ley de amnistía. Tampoco declaró que la mitad de los partidos nacionalistas no son de izquierda, sino de derecha extrema.
Pedro Sánchez ha traído el fascismo a España y le gusta. Las actitudes y comportamientos más intolerantes proceden de la izquierda, exhibiendo ese fascismo que dicen aborrecer. Rafael Chirbes, escritor y comunista toda su vida, denunciaba en 2007 el sectarismo de esta izquierda fascista: “lo peor es que cualquiera que señale eso, que lo critique, o lo denuncie, pasa a convertirse en un agente de la derecha”.
El progresismo con que comercia esta izquierda es fascismo que censura y proscribe lo que no se acomoda a su interés inmediato. La mentira obscena ocupa un lugar privilegiado en el discurso político destinado a que un sólo hombre asalte a como dé lugar la dignidad más importante del país siendo absolutamente indigno.