Alfonso Reyes y José Gutiérrez Solana

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Hay periodos, lapsos, etapas en que el clima cultural invita a esclarecer algo que flota en el ambiente aunque eso que flota en el ambiente sea a priori invisible. El artista olfatea el aire pero no reconoce completamente eso que siente. El olor se cuela por cualquier resquicio pero no es identificable todavía. Sabe que hay algo allí, que ese algo no es menor, pero su sentido se le escapa o confunde. Sensaciones ante la probable inminencia de la revelación que provocan ansiedad en la espera. Estas atmósferas se expanden en el espacio, vuelan de una geografía a otra, suspendidas en el aire, con una extraña intensidad equiparable a corrientes de viento, amenazadas con perder fuerza y disiparse. El artista capaz de ver más allá de lo inmediato no ignora que eso que intuye, vaporoso y evanescente, puede brindarle una oportunidad. De repente, lo impalpable cobra cuerpo, lo indescifrable adquiere cifra, lo inasible asoma asible. Un proceso de extraña maduración que reside no tanto en la actualidad como en la fuerza de lo sentido que circula por detrás de la actualidad. Por eso, de manera impremeditada, irrumpen obras que en su disparidad comparten aire de familia. Así se aprecia entre Alfonso Reyes y José Gutiérrez Solana.

El mexicano, tras salir de su país en 1914 con destino diplomático a la Legación en París, se mudó a Madrid en 1916 en circunstancias precarias. Residió en la capital de España hasta 1926. Desplegó una intensa actividad literaria, erudita y periodística. En los primeros años, sorprende su interés por la cotidianidad madrileña en que sobresalen tipos y temas que adopta como expresión de casticismo en su librito Cartones de Madrid (1917), publicado el mismo año que Visión de Anháuac. El título de los capítulos ilustra el temperamento del volumen: “La gloria de los mendigos”, “Teoría de los monstruos”, “La fiesta nacional”, “El entierro de la sardina”. El artista español (1886-1945), heredero del claroscuro goyesco, recorrió infatigablemente tierras ibéricas pintando costumbres bizarras y tétricas máscaras, escrutando en zahurdas de la miseria, subrayando lo sórdido y grotesco apegado al feísmo que privilegia fiestas populares y retratos como El entierro de la sardina y Mis amigos (1920). Los trazos negros, densos y oscuros del pincel se trasladan a la pluma en 1920 con La España negra. Selecciona asuntos idénticos a sus pinturas, como si no hubiera otro color y otro adjetivo que el negro para plasmar sus visiones. Añade algo que ya habían aportado los noventayochistas: recorridos por aldeas y villorrios siguiendo ferias y procesiones.

Ambos reparan en una realidad semejante. Reyes se aproxima desde la curiosidad del espectador extranjero que capta en esas figuras y rituales una realidad más verdadera que la que se ofrece a los ojos aunque no sepa muy bien por qué. Llama la atención su sensibilidad a la hora de retratar una porción del alma de España en viñetas pulcras y atinadas por momentos titubeantes porque carecen de certeza. Gutiérrez Solana, obsesionado por desvelar la recóndita alma de su España, se dedica casi desde el principio de su actividad a esa exploración presidida por la certeza. No pretende retratarla, quiere revelarla, exponerla, mostrar lo más verdadero que hay en ésta. Se antoja que su texto La España negra, tantas veces pintado, no se explica del todo sin el precedente de Cartones de Madrid que a su vez no parece justificarse sin las pinturas de Solana. Los dos libros se complementan, agregando uno a otro determinado sentido que no sólo nace del significado de un motivo para cada artista sino del lugar que ocupan para captar la realidad. Reyes invita desde la reticencia, Solana confirma desde la evidencia.

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