Lambrettas, Seesucker y jazz

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Pandillas de jóvenes al manubrio de Scooters, Vespas y Lambrettas con carenados atestados de espejos retrovisores, ataviados con sacos Seesucker o trajes Brion y cabellos arreglados al estilo mod cut, iluminaron con potentes faros la noche de Londres a finales de los años 50 del siglo pasado.

El gusto por la moda expresado en las modificadas motocicletas se extendía también al vestuario en que predominaban estrechos trajes a medida complementados con corbatas apenas testimoniales al compás de la infaltable música más reciente. Adoptaron locales exclusivos, como el Twisted Wheel Club, en que exhibir sus vestuarios y bailar toda la noche a golpe de anfetamina y a ritmo de soul, blues, ska o jazz de posguerra. Esbeltos y angulosos, los mods revolucionaron la sociedad de posguerra con sus atuendos elegantes y refinados por momentos, atentos a todo lo moderno a un lado y otro del Atlántico asociado con lo sofisticado. No fue un movimiento clasista pues se extendió a todas las clases sociales británicas y, más tarde, a latitudes latinas de Europa continental. Los grupos musicales se multiplicaron: The Kinks, The Animals, Small Faces, The Who. La música fue el factor de cohesión de los miembros de esta tribu urbana. En frente, se posicionaron los rockers, de estética desaliñada con abundante cuero y motos de superior cilindrada, interesados en la carretera y el viaje, devotos de un anarquismo rudimentario contrario al aparente elitismo mod.

            Ambos aportaban a sus integrantes identidad cultural y pertenencia a un colectivo. Subculturas que quizás por primera vez anticiparon la globalización presente, extendiéndose por Occidente a inusitada velocidad. Fanzines, prendas y adornos levantaron un aire de familia al servicio de la inclusión de sus miembros. En sus inicios no faltan gestas que contribuyen al mito en forma de batallas campales entre mods y rockers en las localidades costeras de Brighton, Margate y Hastings a mediados de los sesenta. Una crónica de la época registra: “espectacular batalla entre dos bandas: 800 mods contra 200 rockers”. Esos episodios épicos los convirtió en objeto de curiosidad por el que se interesaron las revistas Life o Paris Match. La literatura reparó en los mods como relata Anthony Burgess en La naranja mecánica (1962), luego llevada al cine por Stanley Kubrick en 1971. Pero quizás el retrato más significativo de esta tribu es la película Quadrophenia (1979), inspirada la ópera rock homónima (1973) de The Who.

            El movimiento mod no se estancó, sino que se fue reinventando ante la pasividad hippy que contrastaba con su energía y determinación. Los mods acapararon un ideal iniciado con los beatniks del Soho y su devoción por el bebop y que luego se trasladó a los skinheads. Con el tiempo se fue desdibujando sin terminar de desvanecerse. Todavía hoy se observa en las calles de ciudades de Londres, España o Italia a individuos con su Seesucker a cuadros o rayas, su afilada corbata siempre en riesgo de desaparición, zapatos Derby o Brogue a dos colores, pelo a lo mod cut y la Lambretta de rigor a la que ya no adornan espejos retrovisores excepto el preceptivo, un viejo fancie o una reedición de La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop de Tom Wolfe bajo el brazo y, sonando en su celular, el tema “House of Rising Sun” de The Animals.

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