Vieja y nueva política

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De vez en cuando reaparecen tópicos como si la memoria sólo fuera una potencia selectiva incapaz de traer al presente una propuesta ya suficientemente manoseada y deslucida para contemplarla sino con escepticismo al menos con cordial ironía. Al hablar de vieja y nueva política en realidad no se dice nada que no esté ya debidamente significado en su contradicción y en su imposibilidad.

Una nueva política sólo se antoja posible si se acompaña también de un ser humano nuevo. No parece que la especie haya mejorado, si así se entiende lo nuevo, desde hace varios milenios. Cosa diferente es que el progreso y los avances de todo tipo ofrezcan otra calidad de vida.

El hombre que hoy maneja el último modelo de un coche de reconocida marca no es mejor que el que hace doscientos años dirigía una carreta de bueyes; la mujer que hoy imparte cursos en una universidad prestigiada no parece más competente en lo intelectual que una maestra rural en el jacal-escuela de un villorrio de nombre olvidado.

En rigor, no puede haber nueva política sino política o vieja política que es la política de siempre. La política de siempre no puede, por tanto, ser vieja o nueva, en todo caso mejor o peor. La calidad del ejercicio público depende de la calidad del ciudadano que asume ese compromiso. Es el individuo el que dota de calidad a la política y no la política la que crea a un nuevo ciudadano que ejercerá una nueva política.

            Winston Churchill es ya un viejo político siempre nuevo. Hizo de la política de su tiempo un arte excepcional que ha pasado a los manuales de historia como modelo de político que sigue siendo un modelo. Porque en caso de existir algo nuevo en la política reside en lo que la acerca al arte. La política es el arte de las razones y los argumentos, de las convicciones y los principios.

Las ideologías o idearios ocupan un ámbito secundario aunque otorguen consistencia a las razones, argumentos, convicciones y principios. En un sistema parlamentario, la palabra se levanta por encima de todo lo demás. El viejo orador, nuevo sin inconveniente alguno, sigue siendo decisivo o es lo decisivo. La decadencia de la democracia resulta también la decadencia del parlamentarismo: el escapismo del debate, la evasión de la polémica. Rehuir el debate y la polémica es reconocimiento de la ausencia de razones y argumentos, de convicciones y principios. Dicho de otro modo, la confirmación de que la verdad no rige la vida pública. Sin interés en la verdad no puede haber legítima confrontación, civilizados desacuerdos.

            Sin verdad no hay ni vieja ni nueva política y la política es la peor expresión de sí misma. Consignas, lemas, divisas, nada cambia la realidad. La política es arte al servicio de la verdad en que unos idearios desafían a otros a la búsqueda del bien común. Desaparecido el debate sustituido por bochornosos espectáculos, desterrada la polémica en favor de descalificaciones ramplonas, no queda nada, ni siquiera el recuerdo de la vieja política.  

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