Un asesinato aparente no es asesinato, quizás sea algo peor

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Donald Trump sufrió ayer la apariencia de un asesinato puesto que no fue asesinado. La escena es vertiginosa, sin pausa para tomar aliento: Trump aparece con la cabeza ensangrentada, agentes del Servicio Secreto se echan sobre su humanidad y lo empujan fuera del estrado. Todavía tiene arrestos para levantar el puño derecho y gritar tres veces a los asistentes: ¡no dejéis de pelear! Quizás ese gesto definitivo no sea consecuencia del valor sino reflejo traumático. De inmediato circulan instantáneas y videos en X. Recogen fragmentos que todos juntos aportan una imagen de conjunto: el equipo de seguridad carga con un muerto; un francotirador del dispositivo de seguridad de Trump dispara al francotirador asesino con traje mimético y equipo táctico justo después de su atentado, lo mata y queda blando en el tejado del edificio en que se había apostado; el trayecto implacable del proyectil que roza la oreja derecha de Trump y se detiene a sus espaldas. A igual velocidad se llenan las redes sociales de especulaciones y conjeturas turbadoras: si es un intento de homicidio, el republicano ya ha ganado las elecciones presidenciales. Nadie sensato puede negar su voto a quien ha sobrevivido a un atentado y que además ha abandonado el recinto con el puño en alto, mirada vidriosa y rostro ensangrentado. En apenas unos segundos, Trump no es ya un candidato que se ríe de su rival, sino un cuasi mártir en trance de ser elevado a condición de héroe. Pero no ha sido asesinado, ha sufrido un aparente asesinato que no es asesinato. Tras el atentado, Trump no deja de ser Trump, pero añade repentinamente a su repertorio martirio y heroísmo. No deja de ser Trump, pero es ya otro Trump que se sienta a la mesa selecta de presidentes de Estados Unidos asesinados o sobrevivientes a intentos de asesinato: Abraham Lincoln, James A. Garfield, William Mackinley, J. F. Kennedy, Andrew Jackson, Theodore Roosevelt y Ronald Reagan. En apenas unos segundos, Trump se ha inscrito en el libro de oro de la historia estadounidense. La amenaza es emblema del sistema.

La militancia excita el fanatismo, el fanatismo extrema la polarización, la polarización produce la transformación alquímica. Irrumpen teorías conspirativas al mismo tiempo que se propagan imágenes y especulaciones. El francotirador homicida tuvo tiempo de disparar cuando al mismo tiempo estaba en la mira del francotirador policía que esperó a que apretara el gatillo para apretarlo a su vez. Rápidamente se vinculó el atentado con el magnicidio de Kennedy, este mejor perpetrado puesto que la “bala mágica” realizó un recorrido inverosímil. Las redes echaban humo. La falla estaba en que el francotirador asesino no tenía “bala mágica”, sino solo balas, sin reparar que el francotirador de la policía solo tenía balas y no “bala mágica”. Un testigo del lugar afirmó que había visto al francotirador subirse al tejado pertrechado con el rifle, que se lo comunicó al equipo de seguridad del evento y que no hizo nada.

Fracasó el homicidio de un expresidente y candidato a presidente, pero no la intención de eliminarlo en pleno 2024. Ahora resulta que desde nuestro ecologismo y tolerancia, desde nuestra liberalidad y autoridad moral, alguien puede equipararnos con los bárbaros del siglo XX y eso no se debe consentir o a lo mejor sí. Lo significativo no es en exclusiva el intento de asesinato de Donald Trump, sino lo que expone de este mundo. Discursos de odio divulgados por una clase política envilecida y una prensa infame, divisiones sociales al servicio de intereses ideológicos, conflictos injustificados para imponer razones tan legítimas como las contrarias. El atentado desnuda la sociedad, exhibe las falacias que proyectan un mundo que sólo existe en determinadas palabras, mientras que otro más amenazante acecha en el lenguaje de la calle, derriba nuestra arrogancia y nos sitúa donde siempre hemos estado aunque lo hayamos olvidado.

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