Ni puente, ni concordia

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La periferia atrapada entre obras y corrupción.

El miércoles 10 de septiembre de 2025, a las 14:20 horas, una pipa con más de 49,000 litros de gas LP explotó tras volcarse sobre el Puente de la Concordia, en los límites de Iztapalapa y Los Reyes, La Paz. El saldo: al menos catorce personas muertas (al momento de la redacción de este texto), decenas de heridas y una escena dantesca que ardió por más de treinta minutos. Las autoridades se apresuraron a declarar que el exceso de velocidad fue la causa probable, pero las imágenes, los testimonios y los silencios que siguieron revelaron algo más profundo: una tragedia que no fue casual.

¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cuántas vidas caben en una negligencia estructural? Desde hace al menos cuatro décadas, la periferia se expande sin control, empujada por el crecimiento demográfico y la falta de vivienda asequible en el centro. Pero también crece por omisión: sin un modelo claro de movilidad, sin evaluación seria del suelo, sin planeación urbana intergubernamental. Se construye donde se puede, no donde se debe. Y cuando se construye, muchas veces se hace con premura, con presupuesto inflado, con planes incompletos y sin un proyecto social a largo plazo.

Yo lo viví desde muy joven. A los quince años, estudiaba en la Escuela Nacional Preparatoria plantel 4, ubicada en Tacubaya, mientras vivía en Ixtapaluca. Eso significaba atravesar toda la ciudad de este a oeste: tres o más horas de trayecto diario, a bordo del Metro, del transporte concesionado, de unidades que siempre estaban saturadas, sin horarios confiables. Poco después me mudé a Chicoloapan, más lejos aún. La línea A del Metro dejó de ser una opción por las constantes fallas, y opté por transportes sobre la Calzada Zaragoza, más costosos, pero igual de lentos. Esa rutina era una forma cotidiana de violencia: de cansancio, de inseguridad, de altos gastos invertidos en un transporte ineficaz y rebasado. Eso ha sido mi vida, al igual que la de miles y miles de habitantes de la zona metropolitana.

No obstante, en las últimas tres décadas, este tipo de trayectos que conectan las periferias con la Ciudad de México se han visto agravados en su duración debido a que experimentamos una urbanidad en constante transformación, ya sea por reencarpetamientos, ampliaciones, construcciones, etc. Uno de estos ejemplos, y que también experimenté de primera mano fue el Puente de la Concordia.

El Puente de la Concordia fue inaugurado en 2007 con bombo y platillo, durante el gobierno de Marcelo Ebrard como Jefe de gobierno del entonces Distrito federal, hoy Ciudad de México (CDMX) y Enrique Peña Nieto como presidente de la nación. Se presentó como una solución a la conectividad oriente-centro, pero desde su origen hubo problemas: se edificó en terreno pantanoso, lo que alguna vez fue parte del lago de Texcoco. Las obras se retrasaron, se reconfiguraron, y desde 2017 hubo reportes de daños estructurales tras el sismo. En 2021 se reportaron desprendimientos de material. A pesar de todo, siguió en funcionamiento.

Esta no es una excepción: es un patrón. La ciudad está llena de obras inauguradas con optimismo y cerradas con tragedia. La Línea 12 del Metro, construida en tiempo récord, tuvo que cerrar tramos completos poco después de su inauguración, el 30 de octubre del 2012, y colapsó en 2021 con un saldo de 27 muertos. El segundo piso del Periférico ha sufrido inundaciones, grietas y altos costos de mantenimiento. Las nuevas obras como el Cablebús o el Mexibus han traído cierto alivio, pero su capacidad es limitada y no sustituyen la necesidad de una red sólida, segura y masiva de transporte público.

¿Cuánto se ha invertido? Cifras oficiales hablan de miles de millones de pesos por sexenio o por gestión, pero no hay evaluación integral de costo-beneficio, mucho menos transparencia en los contratos, ni rendición de cuentas por fallas. El Diagnóstico de Movilidad de la SEMOVI (2024) admite que las zonas periféricas siguen dependiendo en más de un 80% del transporte concesionado y que los trayectos diarios pueden superar las tres horas. Vivir en la periferia es pagar más, tardar más, arriesgar más.

Hablar de movilidad es hablar de una fuerte polarización socioeconómica. Mientras algunos viajan en segundos pisos o incluso pueden utilizar ciclovías, otros se apretujan en microbuses sin ventanas o esperan minutos “eternos” la llegada del metro. Y cuando hay una tragedia, las reacciones también están estratificadas: comunicados oficiales, condolencias en redes, promesas de revisión. Pero ¿qué ocurre una semana después? ¿Dónde está el seguimiento, la atención integral, la reparación de daños?

Tras la explosión en La Concordia, brigadas llegaron, medios hicieron cobertura amplia, se habló de protocolos. Pero muchas familias siguen esperando información, apoyo real, una garantía de que no volverá a ocurrir. La tragedia no está solo en el instante de la explosión, sino en la continuidad del abandono. No podemos seguir tratando a la infraestructura como vitrinas políticas. Necesitamos proyectos con diagnóstico territorial, con metas de durabilidad, con mantenimiento garantizado, con justicia espacial.

No fue solo una pipa lo que explotó en el Puente de la Concordia: fue el resultado de décadas de abandono sistemático, negligencia impune y desvío de recursos disfrazado de progreso. En esta ciudad, la infraestructura se construye para la foto, no para resistir. Las periferias son territorio de riesgo, y los gobiernos lo saben. Saben que mientras las obras se inauguren a tiempo, lo demás puede esperar. Pero la espera mata. Y cuando el fuego se apaga, lo que queda no son escombros: es la evidencia de que el Estado siempre llega tarde, si es que llega. La pregunta no es solo por qué ocurrió, sino cuántas más están por estallar. ¿Dónde están quienes prometen reconstruir cuando lo que urge es no seguir destruyendo?

Por: Ana Karen Luna Fierros

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