La luna de octubre en Montreal

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La noche no se vive igual en el mundo. Cada una tiene su propia alma, su esencia, su aroma específico y su vida. La de París es irremediablemente bohemia, la de España es vibrante y la de México siempre es mítica y estremecedora. Sin embargo, la luna de Montreal es diferente, se respira distinto, se mira de otra manera y el cielo de la noche toma una dimensión especial. Aquí la luna no se estremece, ni se oculta. Se va revelando en silencio al mismo tiempo que se levanta sobre un atardecer de matices elegantes y se impone ante nosotros con su brillo ancestral. No importa cuánto ruido haya en la ciudad o que tan estresado culmine el día, uno siempre termina elevando la mirada al cielo y viene entonces el sobrecogedor abrazo de luz de luna. Algo tiene su esplendor que nos hace sentirnos uno mismo, a mí me la enseñó mi hijo cuando la señaló emocionado con el dedo como si me mostrará el futuro y no he podido olvidar aquellas estrellas. Nunca sentí una noche tan mía, tan íntima, tan cercana como aquella.

La luna de Montreal también es sentimental, romántica. Hay tardes en las cuales se sube por las ventanas y se posa en los cristales como la espuma lo hace sobre el mar. No importa si se trata de una luna negra que se encuentra de espalda hacia nosotros, cuando comienza a girar va revelando poco a poco su belleza y va creciendo desde sus nuevos brillos hasta iluminarnos por completo. Cuando se convierte en luna llena, la magia comienza a suceder. A sus costados la rebanadas de la noche caen sobre los tejados brillantes y a veces opacos de las casas. Las nubes más que atravesarla, la acarician, la rodean, se mecen en ella. Tiene esa luna un resplandor de acero, de espada, de hielo sombrío. Vuela sobre los lagos y los ríos, escala Mont-Royal y después se desliza desde lo alto de la colinas hasta llegar a las calles y callejones de la ciudad. Le gusta ocultarse durante algunas semanas, pero luego resurge para recordarnos nuestros sueños. La luna de Montreal bien podría brillar de la misma manera en otros lugares, pero sólo brilla de una forma peculiar aquí. Lo hace como si estuviera consciente de que miles de miradas la observan y como si escuchara a todos los que le hablan en diferentes idiomas. En ese sentido también es cómplice, escucha a todos y de nadie revela sus secretos, deja que cada carta que escribe un corazón, navegue sobre el oleaje de la noche.

La luna de Montreal es como si fuera la primera luna, la luna anciana, la madre de las lunas, la consejera de los tiempos. La que dialoga y escucha a las flores de la primavera, al sol del verano, a las hojas del otoño o a la nieve del invierno. En esta región del mundo en donde se mezclan la comida, la música, los idiomas, ella puede ser un acordeón o una cítara, un laúd o un violín, un piano o un koto. En Montreal se puede alcanzar la luna y aunque existen personas que piensan que brilla mejor en otros meses, nunca hay una luna tan hermosa, tan fija y que pertenezca tanto a los personas como la luna de octubre en Montreal.

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