No hay día que no se lea o no se oiga la expresión batalla cultural o batalla de la cultura. Se antoja que la mayoría acepta sin reparos una fórmula equívoca, al servicio de la confusión, ordenada al desafío, dispuesta al enfrentamiento. Nada más ajeno a la cultura que adoptarla como territorio de combate cuando es espacio de encuentro que no destierra disidencias, ni antipatías, ni rebeldías. La aceptación de la cultura como ámbito irreductible de pugna, además de contradictorio, resulta una invitación al falseamiento de la memoria, una perversión de la historia, un trastorno de lo que en el ser humano es más verdadero. La verdad es cultura no porque todo lo que la informa sea verdadero sino porque es lo auténtico de lo humano irrenunciable. A la violencia del combate se puede renunciar, dirimiendo discordias por otros medios como el diálogo, esa palabra entre dos.
La palabra como mediadora en la disputa que exhibe la razón que no siempre es la verdad pero la merodea. En la actualidad, las ideologías de todo signo se han apropiado del vocablo cultura para manipularlo hasta vaciarlo de sus tradicionales significados y reponerlos con otros malmirados. La cultura es una generosidad que el ser humano se ha dado a sí mismo, aquello que se ofrece sin esperar nada a cambio a excepción de que se atesore, se enriquezca, se transmita. La apropiación exclusiva de la cultura por parte de una facción solo es viable sobre la abolición de la generosidad consciente o no en que se funda.
Al servicio de ideologías, convenientemente politizada, batalla cultural apela al conflicto por apropiarse de un patrimonio común con objeto de desposeer a otros que también son albaceas. Cultura es también historia ahora transformada en herramienta privilegiada de intereses políticos y sujeta a todo tipo de tergiversaciones reguladas por la necesidad política del momento. Se reivindican derechos sometidos al apremio ideológico en lugar de rescatar su autonomía al margen de intereses politizados, de manera que también se desvirtúan perdiendo su condición de referentes paradigmáticos que expresan la igualdad.
Ya no son principios sino estrategias que operan de pretextos para imponer un pensamiento sobre otro. La cultura es otra excusa para una beligerancia acusada, cada vez más inflamada. Surgen voces que apelan a otras fórmulas con el propósito de respetar el término cultura: combate de las ideas o, más sencillamente, conocimiento. Pero ninguna de las dos restituye con garantías el sentido de cultura. Porque la elección de la palabra no es casualidad, sino premeditación; no es azar, sino voluntad. Las ideas son sólo una parcialidad dentro de la cultura, del mismo modo que conocimiento implica una disposición activa que reduce significativamente el sentido de lo cultural.
Sin embargo, la lucha por adueñarse de la cultura condiciona ya la percepción y restringe la libertad. Para unos, la concesión de un galardón reconocido a un actor de color será una victoria de las políticas de igualdad impulsadas por el wokismo; para otros, será el resultado de la aceptación del gremio cinematográfico de esas políticas. Para ninguno, hará justicia al oficio y compromiso del actor. La sospecha contamina a los premios literarios: desde hace unos años la mayoría ha tenido como recipendiarias a escritoras. Si unos reivindican una efervescencia de la literatura femenina consecuencia de la aplicación de la ideología de género, otros se limitan a destacar que esa efervescencia tiene su origen en esa ideología, pero no en la calidad literaria. La sospecha se ha introducido en la cultura a través de la que se observan en exclusiva movimientos tácticos de las facciones enfrentadas que devalúan y desprestigian a la cultura misma. No parece que la solución resida en palabras como repuesto de cultura porque adolece de falta de repuesto. Más bien en dejar a la cultura en paz y situar la discusión en otro lugar.