Guerra de cartas

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La semana pasada intelectuales de un signo y otro firmaron cartas respectivas en apoyo a Xóchitl Gálvez y Claudia Sheinbaum. La Constitución no registra ningún artículo relativo al derecho a hacer el idiota aunque se antoja que no se necesita para ejercerlo ampliamente. El lunes 20 de mayo los abajofirmantes publicaron una nueva misiva en apoyo a la candidata de la coalición Fuerza y Corazón por México que se suma a las publicadas a lo largo del sexenio, única actividad reconocida de esos intelectuales generosamente comprometidos con la nación. Tres días después, la facción de Sheinbaum, integrada por sedicentes izquierdistas, rubricaron una respuesta ajustada a la de los conservadores. Llama la atención esa división entre conservadores y socialistas, cuando algunos que aparecen entre los conservadores son socialistas y viceversa. A priori, los bloques no obedecen a ideologías o idearios sino a determinada manera de entender la democracia. No parece que sea de interés para la opinión pública conocer la posición de los firmantes, excepto si a ellos les parece interesante que la opinión pública la conozca no se sabe muy bien por qué, cosa que reduce el verdadero interés a una comunidad en que nadie necesita presentación y muestra la naturaleza irrelevante pero inseparable de la vanidad de este ejercicio epistolar. Si el libelo de adhesión a Xóchitl fue firmado por 250 ciudadanos, el de Claudia por 900, como si la cantidad fuera proporcional a la razón y la verdad. Los intelectuales han terminado siendo cretinos cuando en apariencia eran en su mayoría solo vulgares.

Los grupos de Nexos y Letras Libres, apegados a Xóchitl, pretextan la defensa de la democracia para exhibir una alternativa al obradorato que, en realidad, encubre la ambición por recuperar posiciones privilegiadas extraviadas durante este sexenio. Querencia formulada con exactitud por Aguilar Camín al reclamar “apapachos del poder”. Pero ellos no respetaron esa democracia ahora reivindicada, investidos como caudillos culturales que no permitían la menor disidencia a sus directrices bajo amenaza de acoso y demolición de famas particulares. En la actualidad, cualquiera los descalifica sin que presenten respuesta, ni emprendan campañas de desprestigio tan frecuentes no hace tanto. Ya no son caudillos, sino mendigos que solicitan cualquier socorro que mantenga el trampantojo de su vigencia. Frisando los ochenta años, el pasado les arrebata el presente y el futuro, sin capacidad para reinventarse, postrados bajo el peso de sus abusos y excesos. Enfrente, irrumpe un colectivo también de edad avanzada, al rescoldo de López Obrador y Sheinbaum, dueños de subvenciones y ventajas de todo tipo que seguramente empezarán a formarse como grupos de influencia mediante revistas y publicaciones que arrumbarán a Nexos y Letras Libres, pero dueños de ese futuro que aquellos desencaminaron. Se trata de un cambio de élites en que unas ya se hospedan en la irrelevancia absoluta y otras probablemente adquirirán indiscutible importancia.

Para unos, el futuro será el recuerdo del pasado; para otros, el olvido del pasado será el impulso de acceso al futuro. Con el epitafio de Nexos y Letras Libres se inhuma el pernicioso caudillismo cultural instaurado en México durante cuarenta años que operó en contra de la libertad de pensamiento, el derecho a la disidencia, el respeto a la libertad de expresión, proclamando libertad de pensamiento, derecho a la disidencia, libertad de expresión. No parece que la izquierda bajo sospecha vaya a resistir la tentación caciquil, pero debería escarmentar en las cabezas de Aguilar Camín y Krauze, muñecos de trapo a los que patea todo el mundo porque su poder solo se sustentaba en la cercanía al aparato político y no en la garantía e independencia de las ideas. Huérfanos de autoridad, experimentan lo que infringieron en otros mexicanos sujetos de los mismos derechos aunque se les negaran. Un fin equiparable al de muchos dictadores, ilustrativo de esa libertad cuya defensa se atribuye el caudillo Krauze. Como reclama Guadalupe Loaeza, se echó en falta su firma en la misiva de los conservadores al lado de Ángeles Mastretta, en un acto de violencia intelectual sin precedentes, más que nada por el agravio comparativo.

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