De blanco suele vestir Montreal

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Montreal tiene mares, por increíble que parezca los tiene.

Son mares profundamente blancos, con olas impecables cuyas aguas se esparcen sobre el verdor de los campos y sobre el gris de las aceras hasta convertirse en nieve.

Estos mares son descendientes de los árboles que suelen ser cálidos y vibrantes unos meses antes pero que al final del año, hoja por hoja se van despojando de sus colores hasta desnudarse por completo. Esa desnudez del otoño es el principio de una vestimenta blanca que va tejiendo meticulosamente la naturaleza desde el cielo y así como una novia se prepara para sus nupcias, la ciudad se va colocando cada una de sus prendas, desde las luces multicolores en las casas hasta el tren que se desliza por los rieles de la esperanza. De esta manera, algunos con expectativas, otros con emoción, se van preparando para recibir esos mares que suelen engañar a los pronósticos y una día el milagro se manifiesta.


Unos mares con espuma de copos de nieve que ligeros y caprichosos repentinamente sonríen y después desaparecen, cubren los tejados y a la luna. Estos mares de Montreal traen en sus manos el tiempo de nuestros ancestros y cargan en los hombros el peso de los siglos. El sonido de sus olas es como el murmullo de un amor silencioso que se estrella en la ventanas y que nos habla por las noches estremeciendo de frío a las cálidas centinelas que nos cuidan desde el cielo. Esos mares atraen marineros que desembarcan con
sueños de libertad y esperanza en Montreal, pero también sirve para que llegue el mes de diciembre, la navidad, los villancicos y los trineos y la revelación del milagro se convierte en felicidad para la isla vieja y sus islas hermanas.

El mar entonces permite que la humanidad camine sobre sus aguas vueltas hielo, espuma inspiradora. Los niños se deslizan en las colinas y se acuestan sobre la nieve, allí juegan a construir muñecos con nariz de zanahoria, imaginan un bosque con animales fantásticos y trazan figuras sobre la superficie densa pero manejable y detrás de sus huellas, van las pasos de los padres vueltos niños a acompañarlos. Las casas exhalan olor a chocolate y malvaviscos, a poutine y a calor de hogar. Por todos lados se ven los pinos y se
escuchan las melodías de navidad en diferentes idiomas ya sea en el metro, en el autobús, en los mercados o en los centros comerciales. El blanco de estos mares puede confundirse con el del cielo y cuando miras el horizonte, a lo lejos se confunden y se mezclan.

El diciembre de estos mares se enlaza con el año nuevo y los buenos deseos de las personas
que habitan la patria chica de la humanidad, se escuchan al vuelo de las campana. Por donde se mire a estos mares son conmovedores: apacibles por las noches y juguetones por las mañanas, aunque ocasionalmente suelen ser tormentosos. Hay quienes le temen a ese mar blanco y profundo, pero el secreto para navegarlos es tener un corazón de niño y un alma de aventurero. La temporada en que se viven estos mares se desvanece al contacto con la redención del sol y entonces se evapora, transmuta y se convierte en otra
cosa, pero es en invierno cuando de blanco suele vestir Montreal.

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