Campañas negras, campañas sucias

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Las campañas negras han adquirido creciente relevancia en los procesos electorales. El debate en torno a su utilidad irrumpió el lunes pasado cuando Jorge G. Castañeda animó al equipo de Xóchitl Gálvez a implementarlas de una vez porque en tres semanas ya sería tarde y no tendrían consecuencias electorales. Afirmó que era hora de que se investigara a Claudia Sheinbaum y se expusiera públicamente sus inconsistencias, de que se esparcieran rumores y chismes. Insistió en los chismes como mecanismo para desprestigiar al rival.

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En realidad, las campañas negras pretender resaltar aspectos negativos de determinado candidato bajo pretexto de que el ciudadano debe conocer a los candidatos para emitir su voto. Pero esos aspectos negativos conviene verificarlos (actividades corruptas, responsabilidad en fraudes, enriquecimiento ilícito, relación con el crimen organizado, adicciones, estado de salud física y mental). Parece razonable esta tesis. El votante debe informarse quién es aquel o aquella que ocupará la silla presidencial. Cuando se traspasa el umbral y se opta por la calumnia y la difamación ya se está ante una campaña sucia. El problema en el actual proceso electoral reside en que el Presidente ha calumniado y difamado tanto que ha rebajado su impacto negativo, convirtiendo la fechoría en moneda corriente.

En las elecciones de 2018 faltó una campaña negativa fundada en la verdad en contra de López Obrador. Los mexicanos votaron sin saber que durante décadas vivió de moches y aportaciones ilegales, ignorando posibles relaciones con el crimen organizado, desconociendo el temperamento autoritario de quien hizo de la corrupción modus vivendi y modus operandi.

El ciudadano depositó a ciegas la papeleta en la urna. Algunas de estas informaciones debidamente probadas comenzaron a circular hace poco. En el caso de Ricardo Anaya, la campaña negra que sufrió exhibió extraordinaria eficacia: lo apeó de la competencia, curiosamente siendo coordinador de campaña Jorge G. Castañeda. Quizás se exageró la corrupción de Anaya, pero no faltó a la verdad en lo fundamental. No quiero decir que López Obrador no hubiera ganado esas elecciones, pero quizás lo hubiera hecho por un menor margen de votos con impacto directo en el número de escaños y curules.

Las campañas negras deben limitarse en el tiempo porque terminan por perjudicar al candidato al que buscan beneficiar. Lo negativo capta la atención de inmediato y se sostiene durante un tiempo, pero luego aburre. A priori, el ciudadano está interesado en las propuestas de los aspirantes por lo que un exceso de críticas hacia determinado candidato no sólo desanima al elector sino que puede despertar su simpatía fortaleciendo a quien se pretende debilitar. Pero en el actual proceso quizás también esta premisa acabe siendo desechada. Andrés Manuel incumplió todas sus promesas de campaña sin excepción, también la de cancelar el AICM. La mentira y la demagogia presiden la vida pública como nunca.

No es descartable que frente a esta evidencia, el ciudadano ya no se interese ni siquiera en los compromisos de los candidatos. Las promesas parecen un requisito, no un propósito. El gobierno de López Obrador ha generado con su actuación otro modo de concebir las campañas desterrando las negras y apostando por las sucias.

            Todo indica que la apuesta se redobla. Traspasados los límites ya no hay retorno. Esos límites se transgredieron desde inicios del sexenio por lo que es probable que los equipos de los respectivos candidatos recurran a campañas sucias. Esta estrategia deforma la realidad, engaña al ciudadano, tergiversa el proceso electoral. Las campañas negras tienen límites; las campañas sucias, ninguno. Las primeras desnudan a un candidato, las segundas lo enlodan. Sigue siendo necesario conocer a los aspirantes para que el voto, siempre emocional, sea también razonado. 

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