El cineasta falleció este jueves a los 78 años de edad y la noticia estremeció al mundo del cine
David Lynch no fue simplemente un cineasta, ni un pintor, ni un músico. Fue todo eso y mucho más, un artista inclasificable cuyo talento abarcó el misterio, la surrealidad, y la irreverencia. Su cine, inquietante y fascinante, no solo desafiaba las convenciones del séptimo arte, sino que también nos invitaba a cuestionar nuestra propia realidad, a adentrarnos en laberintos oníricos donde lo extraño y lo perturbador cobraban vida con una claridad desconcertante.
Conocimos su visión en 1984, cuando, con una audacia inusitada, llevó su cine hasta los Estudios Churubusco en México, para filmar Dunas y de ahí y de regreso, en las dunas de Samalayuca, Chihuahua. Desde ahí, nos mostró un cine arriesgado, irreverente, que rompía con todo lo establecido y, sin quererlo, terminaba dictando las reglas que muchos seguirían.
Fue un cineasta que pensaba sin limitaciones, que desbordaba imaginación y talento, que soñaba en imágenes y las plasmaba con la fuerza de un gigante. Era un hombre nacido para ser un icono, pero también para ser un outsider, alguien que estaba afuera de las normas, que construía mundos para aquellos dispuestos a sumergirse en ellos.
Obras visualmente impactantes, perturbadoras, inescrutables, pero siempre magnéticas. Secuencias que nos atrapaban como si fuéramos personajes dentro de un sueño. Una cabeza borradora, gusanos de arena que recorrían el desierto, un misterio surrealista en un pueblo perdido y un hombre elefante que desafiaba nuestra comprensión de la humanidad. Cada imagen de Lynch era una provocación, un enigma por resolver, un viaje hacia el inconsciente.
Pero no solo fue cine. La música, para él, fue una extensión natural de su arte. Desde la inquietante «In Heaven» de Eraserhead (1977), pasando por la icónica colaboración con Angelo Badalamenti en Blue Velvet (1985), hasta la inquietante ecléctica banda sonora de The Lost Highway (1997), Lynch entendió que la música podía ser tan narrativa y emocional como las imágenes que plasmaba en la pantalla. Las composiciones de Lynch, como la melancólica «Wicked Game» de Chris Isaak en Wild at Heart (1990), se convirtieron en piezas de culto que reflejaban el alma misma de su cine.
David Lynch nunca fue un cineasta cómodo ni fácil. Lejos de los grandes presupuestos de Hollywood, se atrevió a explorar territorios desconocidos, a probar el fracaso y la frustración del sistema mientras, por otro lado, lograba el reconocimiento y la admiración de la crítica y de una legión de seguidores que encontraron en sus obras un refugio para el alma inquieta.
Adiós a David Lynch, el director que no nos hizo soñar, sino que nos permitió vivir dentro de un sueño. Un sueño extraño, de belleza perturbadora, de caos y serenidad. Hoy, el mundo del cine pierde a uno de sus grandes visionarios, un hombre cuya huella queda para siempre en la historia del arte.
David Lynch, que partió a los 78 años, el hombre que nos hizo vivir el surrealismo en las grandes pantallas y nos enseñó a soñar con los ojos bien abiertos.