El discurso de Pedro Almodóvar

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En días pasados se celebró la 81ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia. El León de Oro fue a manos del director español Pedro Almodóvar por su cinta La habitación de al lado, rodada exclusivamente en inglés. Mi opinión sobre el cine del manchego ha cambiado con los años. Sigo considerando que las primeras obras son las mejores de su filmografía, esas películas en que mezclaba lenguaje coloquial con ágiles diálogos entre mujeres que siempre dejaban apuntes afortunados de la psique femenina, humor provocador y arriesgado, y fotografía pop. Mientras trasegó calles y plazas, frecuentó tugurios y tabucos, aportaba un costumbrismo algo cateto y chusco de una frescura inédita en el cine español, convirtiéndose en cronista aceptable de la vida española de los años ochenta. Los títulos no desmienten la aseveración: Pepi, Luci, Bomy otras chicas del montón (1980), ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), Mujeres al borde un ataque de nervios (1988). Pulsaba la calle, radiografiaba obsesiones de clases populares, exhibía hábitos ocultos a la vista. A medida que se posicionaba en lo cultural y social, comenzó a adoptar ridículas poses de portavoz de una progresía necesitada entonces de referencias, jaleado por el socialismo ibérico a la búsqueda otra vez de los espacios de cultura. Su cine comenzó a perder descaro y paulatinamente se volvió presuntuoso y previsible. Los fracasos de taquilla se sucedieron, pero no la merma económica del director bien abrazado al partido socialista que le subvencionaba excesos y disparates en forma de metrajes insoportables como Los amantes pasajeros (2013).

​En la década de los noventa se convirtió en autor de culto en el ámbito internacional precisamente al llegar su peor cine, el más pretencioso y arrogante, indagando en asuntos indiferentes para el espectador pero sobre todo mal planteados y peor resueltos. La decadencia cinematográfica aporreaba con violencia a su puerta. Cuanto más recios eran los golpes más se cobijaba bajo el partido socialista hasta que llegó la indecorosa y vergonzante campaña de la “Zeja” para impulsar a José Luis Rodríguez Zapatero a la reelección como presidente de España. La progresía se topó con unos modelos y unos discursos alejados de la realidad social pero muy convenientes para sus carteras. Desde entonces, se ha erigido en voz solvente de los intereses progre-socialistas, sustituyendo razón por eslogan y lo sencillo por lo simple. El discurso que Almodóvar pronunció en la ceremonia de recepción del galardón muestra todas las taras del propagandista devoto de su amo. La habitación de al lado se interesa por la eutanasia de la que hace apología. En declaraciones recientes, el español hablaba conmovido de una tragedia por la que acababa de pasar y que asociaba excéntricamente con la eutanasia: la muerte de su gato. Desde luego, no faltaron sus exhortos a que los gobiernos subvencionen a los migrantes llegados a Europa del Magreb con los impuestos de todos los contribuyentes, mientras Almodóvar desvía sus ingresos a paraísos fiscales; o anima a las familias a adoptar a niños inmigrantes sin que hasta el momento haya informado cuántos aloja en su domicilio.

​El manchego representa a esa progresía de palabras fáciles y “humanísticas”, convenientes para la ideología a la que sirven, que ejemplifica la conciencia del egoísmo y del resentimiento bajo apariencia de solidaridad y defensa de la igualdad. Personifica al autor de genio, extraviado en algún momento, para entregarse a unos intereses políticos que lo apartaron de sus inicios genuinos. Lo que caracteriza a la progresía es la incoherencia entre lo que dice y hace. En Almodóvar la progresía ha encontrado a su mejor embajador.

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