Una empresa siempre es una empresa y Televisa es una empresa. La cacareada renovación de la parrilla del programa “Es la hora de opinar” se antoja en almoneda. Los nuevos rostros desmerecen el programa en comparación con los que han recibido el portazo que tampoco aportaban ya nada que no aportaran hace diez años. No se quedaron obsoletos porque nunca fueron vanguardia. En realidad, quien es un anacronismo es Leo Zuckerman, cada vez más desenfocado, más irrelevante, más anodino. La nueva temporada anuncia una decadencia acusada e imparable. La renovada parrilla no impulsa el programa sino que lo sepulta. Su declive inicia con unas voces que en algún momento fueron atractivas pero que degeneran a velocidad una vez que López Obrador se acomoda la banda presidencial: Héctor Aguilar Camín, Jorge G. Castañeda, Denise Dresser. La opinión se transforma en confrontación, la sugerencia en provocación, la idea en consigna. Juegan en contra de Andrés Manuel sin el poder de Andrés Manuel en una exhibición intolerable de vanidad. Al estudio de la televisora trasladaron su mandarinato, convincente para sus subalternos, pero incómoda para los espectadores. El recurso a mano para justificar el despido es la denuncia de una supuesta censura. No es descartable, desde luego, pero una empresa es una empresa y Televisa es una empresa. Si los índices de audiencia hubieran sido altos, parece que la empresa de comunicación no habría promovido los despidos. De manera que, a contrapelo de lo que piensan los despedidos, lo más probable es que la audiencia los haya sentenciado y no Televisa que no ha hecho otra cosa que lo que hace cualquier empresa.
Las intervenciones de Aguilar Camín, Castañeda y Dresser se volvieron cansinas reiteraciones, sin imaginación para introducir otra manera de entender la realidad. La lente del debate se fue cerrando hasta reducirse a descalificaciones impertinentes cuando no a francas gansadas como las espetadas por Castañeda a cada oportunidad. El programa se deterioró porque los contertulios se deterioraron, en un síntoma evidente de la vejez del formato que se sumaba a la vejez de los conmilitones. Los debates atufaban a alcanfor y los argumentos a naftalina. La decrepitud de “Es la hora de opinar” no sólo reside en los invitados destituidos, sino en la de la puesta en escena y en la de la reducida audiencia preservada en almíbar indicativa del interés que genera. A ninguno de los invitados correspondía ejercer una oposición que corresponde a los partidos políticos. Actuaron como repuesto de una negligencia, se asumieron como voces estrepitosas en medio de un silencio estridente, se quisieron constituir en presencia desoladora de una ausencia desesperanzada. Ocuparon un lugar inocupable para ellos. Se consideraron lo que no son para ojos de la mayoría, aunque lo sean para sus adláteres.
La oposición no se ejerce aplicando la tercera ley de la física, sino la inteligencia. Al perder el centro por arrogancia y presunción se marginaron. México necesita que esos espacios desocupados se ocupen con ciudadanos que reconozcan su lugar, que no se excedan fuera de lo que exijan las circunstancias, que no prioricen la petulancia y el interés particular en detrimento del objeto del programa. Los mandarines extraviaron definitivamente su mandarinato pensando que lo consolidaban. De cualquier manera, pueden lamentar la pérdida efectiva de protagonismo en la vida pública del país, pero no añorar el micrófono de un programa destinado a desaparecer más pronto que tarde.